Título original: “Shark in Venice”
Director: Danny Lerner
EEUU
2008
Sinopsis (Oficial):
El doctor David Franks recibe la triste noticia de que su padre ha fallecido mientras buceaba en los canales de Venecia realizando una investigación para la universidad. Franks decide ir a recuperar el cuerpo y allí descubre las verdadera misión que llevaba acabo su padre: la búsqueda del tesoro de la familia Médici. La leyenda dice que los Médici ocultaron las riquezas conseguidas durante las cruzadas en los canales de la ciudad. Pero en los canales hay oculto algo más que un gran tesoro, unos gigantescos tiburones blancos amenazan las tranquilidad de las aguas venecianas y los buceadores que se atrevan a sumergirse en ellas.
Considerada una de las peores películas del siglo XXI, “Tiburones en Venecia” es un pequeño clásico del cine cutre que posicionó a Danny Lerner como uno de los grandes maestros en lo que ‘excremencia fílmica’ se refiere. Es cierto que el cineasta venía avisando desde sus cintas previas y, sobre todo, desde la monumental “Space Sharks”. En el film que nos ocupa, un radar nos presenta Venecia aderezado con las composiciones flatulentas de unas flamencas interpretando cantos gregorianos arrojados por los para nada nobles orificios de un orco —y pinchados en una sesión por los osos amorosos— a modo de insuperable presentación. Es cierto que uno de los escasos (pero perdonables) fallos de la película fue no incluir en su banda sonora ‘Venezia’ de Hombres G, ya que esa letra, que hubiera ganado un Putlizer si fuera en inglés, sintetiza todo los sentimientos encontrados de los escualos así como la psique de esas fieras obligadas a alimentarse en tan complicado lugar. ¿Cómo se abastecería usted como animal acuático (y no de compañía) en una ciudad víctima del turismo masivo cuando nadie mete ni el dedo gordo del pie en el agua de los canales? ¿¡Cómo!? Gracias a la suerte divina y al Cristo de Medinaceli que en Venecia se practica el submarinismo a la caza del tesoro para alimentar a tan desprotegidas criaturas. Todo el mundo lo sabe: en Venecia hay tiburones y submarinistas animalistas que se sacrifican diariamente. Y, por supuesto, Danny Lerner desea hablarnos de tal tema tabú para los medios de comunicación centrados en la lucha de los violentos antitaurinos con los sádicos torturadores de animales cuando hay otras inocentes especies más atormentadas por la sociedad. El germen de la premisa es que veamos cómo un cándido y hambriento tiburón, entrenado por un maestro de Power Ranger, cometa sus primeras fechorías y, de este modo, se nos presenta al héroe de la historia interpretado por Stephen Baldwin. David Franks es un Tolosa (to-lo-sabe) cuya novia es la hermana fea de Scarlett Johansson y que aprovecha la desaparición de su padre en una zona restringida para dar por culo a la policía veneciana. Con varias condiciones impuestas por las autoridades, David Franks (Baldwin) comienza su propia investigación (de mierda) creyéndose Indiana Jones.
El problema de insinuar que hay tiburones en Venecia contraviene las reglas de la lógica, siendo un acto equiparable a hacer a las vacas volar o que dos neuronas de un españolito de a pie choquen entre sí. Frank sabía que su papá era una persona muy meticulosa y tenía escondido un borrador un bestseller de Dan Brown en una caja de zapatos con CDs de cantos gregorianos interpretados por la prima sorda de Enya. Es hora de que el maravilloso libreto de Les Weldon nos introduzca los motivos que han llevado a todos los personajes de la historia a protagonizar una película mierder y el viaje al pasado, entre tumbas perdidas y flotas de Marco Polo, conformar la mitología del tesoro oculto de Médici. Si alguien se pensaba que estaba en una Indiana Jones dirigida y escrita por Ed Wood está muy equivocado. Danny Lerner nos sorprende con duelos de gatas e investigaciones tróspidas abortadas por tiburones cotillas que se tragaron el semen de The Flash para crear tensión (testicular). De este modo, “Tiburones en Venecia” nos adentra en un extraño concepto de cinta de artes marciales donde los escualos fueron adiestrados por un legendario ninja antes de nadar por los canales de la mítica ciudad. Pero, ¿con qué motivo? Lerner no quiere darnos pistas fáciles al respecto y nos plantea un entramado argumental confuso donde la ‘chica’ y escudera del héroe, por ejemplo, únicamente se dedica a estorbar y poner gestos fruncidos hasta que es secuestrada por el mafioso que desea conseguir el tesoro de los Médici. Y aquí llega el géiser y manantial de talento de un cineasta en plenitud. Y es que pocos directores del séptimo arte han llegado a establecer elementos pictóricos tan sensacionales y armoniosos como los ataques de escualos en las mismos canales de Venecia ante los gestos de horror de un público que, al mismo tiempo, ignora los mismos mientras que en primer plano se lleva las manos a la boca ante el horror desatado. Ni Orson Welles trabajando junto a Alfred Hitchcock podrían haber alcanzado una décima parte del talento y harte mostrado en esta película por Lerner.
Lerner desea llegar más lejos que cualquier otro cineasta al introducir el thriller sofisticado y la acción entre numerosos tanteos con géneros y posibilidades. “Tiburones en Venecia” es, de este modo, un apasionante objeto impredecible que elabora planificadas secuencias y persecuciones hilvanando potentes planos que no desentonarían en un film dedicado a Jason Bourne o John McClane, compactando primeros planos con ralentís en un montaje que provocaría la envida de los más citados genios rusos. La cinta de Lerner desea explorar también todo el arco creativo (y escrotal) alrededor de Indiana Jones y el influjo (y flujo genital) de Steven Spielberg, dejándonos claro que los tiburones son un simple macguffin argumental a unas aspiraciones de brutalidad, lubricidad y ‘excremencia’ cinematográfica. Los escualos son, por lo tanto, un elemento secundario y en absoluto un peligro menor al que se enfrenta el protagonista, un prototípico héroe que contrariamente está establecido desde múltiples imperfecciones y satisfactorias metáforas. Y es que se han escrito numerosos prestigiosos estudios, ensayos y tesis sobre la papada y tripa de Stephen Baldwin, sobre esa acertada y sesuda metáfora sobre un superhombre alejado de su propia condición; que declina por su dejadez y su desviamiento sobre el paroxismo impuesto en la mecánica de toda historia.
Los tiburones finalmente son una simple excusa para revelar el plan del villano y los giros de guion eyaculados en la recta final, como si ese absurdo implícito de ver hambrientos escualos en los canales de Venecia admitiera una lectura sobre el actual cine sobreexplicado en el que todo ha de ser manifestado y expresando de manera repetitiva y redundante; ese cine en el que todo es tan absurdo como gratuito. De este modo, Lerner deja para el acto final una complaciente maquinación puesta en marcha por los auténticos villanos de la historia para que el protagonista tenga que seguir unas líneas marcadas e impuestas. Y es que, en realidad, “Tiburones en Venecia” nos habla sobre un héroe alicaído y desaprovechado que en ningún momento desea ejercer como tal (duerme incluso vestido con la misma ropa que luce en toda la película), teniendo que producirse cuantiosos desastres a su alrededor y seres amados para que tenga que actuar en un rol que nunca deseó tomar. El film está plagado de humor absurdo y metareferencias, convirtiéndose en una obra de culto del cine cutre por ‘excremencia’ porque, al final, incluso el misterioso tesoro de la familia Médici poco o nada importa. Todo resulta ilógico como esa ‘puttana’ policía gritando un basta de muertes y asesinando, al mismo tiempo, a todo quisqui e incluso casi a ella misma. En ese maremágnum de incertidumbre se plantean dudas existenciales y metafóricas sobre la pérdida de piernas e identidades de los protagonistas. No podemos confiar en el poder de la imagen, parece decirnos Lerner desde una introspección metafísica estableciendo su cine sobre ecos de “El padrino” y mutaciones hitchcockianas como la secuencia de la ducha de “Psicosis” desde el prisma de los ojos de un tiburón. La mayoría de espectadores que ven “Tiburones en Venecia” se plantean por qué el film de Lerner no ganó 15 Oscars (14 hubiera sido un insulto) y, sobre todo, por qué no se reivindica la actuación magistral de Stephen Baldwin, completamente metido en su papel y que hace palidecer al mejor Paul Newman o Marlon Brando. Es cierto que una mínima parcela de la audiencia se pensaba que “Tiburones en Venecia” iba ser una versión de bajo presupuesto de “El código Da Vinci” pero no esperaban cuevas ocultas hechas de cartón-piedra robado de un basurero y un argumento que invita a la reflexión en la taza del váter mientras se lee la web de la revista Cuore en una tableta. Lerner quiere llegar mucho más lejos con un planteamiento metaintelectual donde el mainstream se ha convertido en un cúmulo de tiros y monstruos, de caos un tanto ‘random’ y de planos efectistas y fugaces que parecen ser la misma película. Es normal, pues, que muchos no entiendan esta hobra de arte que hace lividecer a grandes clásicos del séptimo arte. Y la negación (y los tiburones) suele ser la respuesta.
Y es que tras 88 minutos de cine de arte y ensayo llega un fundido a rojo, mientras se apodera del espectador una sensación de muerte, de fin… ¡DE UNA GRAN Y MONUMENTAL HOBRA MAESTRA! ¡DE QUE EL CINE FUE INVENTADO POR Y PARA ESCUALOS! ¡DE QUE...
[NO HE PODIDO SEGUIR ESCRIBIENDO DE LA EMOSIÓN]
P.D.: Los tiburones blancos también fueron obligados a firmar un contrato de confidencialidad de la policía italiana y nunca desvelaron qué maestro ninja los entrenó. Esperemos que una segunda parte nos explique tal ansiada respuesta, una de las mayores a las que se ha enfrentado la humanidad, una de las mayores de la historia del cine (cutre). Siempre nos quedará Venecia y sus tiburones, capisci.
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