Esta es la última página de mi triste diario. Ya no merece la pena seguir gastando hojas entintadas de lágrimas de rimel de todo-a-chien. Espero que si alguien lee mi diario algún día (y sobre todo a algún editor le interesa y contacta con mi agente) entienda que todos mis actos fueron consecuencia de un mundo cruel, intolerable con los débiles de espíritu y donde cualquier resistencia es fútil a un universo de excesos, telebasura, degeneración sexual y drogas duras. O sea, este cosmos que es la sociedad y la situación laboral actuales. Esta, sí, esta es la última página de mi historia (oink, oink):
Yo era una cerda de provincias que llegó a la meseta central en condiciones que sólo mi madre (y su ropa heredada) y Dios pata negra lo sabe. Yo llegué a esa ciudad de las oportunidades llamada Madrid. En la granja donde me crié siempre decían «Una cerda siempre será una cerda». Allí no había Zara ni un Tous y mucho menos un Desigual ni nada que pudiera ser catalogado como cosmopolita. Siempre veía el mundo de sofisticación a través de una ventana llamado “Sexo en Nueva Jamón-York” y quería vestir de Prada, tomarme un cosmopolitan en un local de diseño y arrejuntar mis pezuñas con otros cerdos. Quería presumir de dormir poco más de hora y media diaria porque hay otras cosas más importantes que hacer, contar como pétalos de margaritas (escandinavas, que tiene doble filo) a mis amantes y casarme y divorciarme unas diez veces contando cada vez mis exclusivas en la prensa rosa. Sí, decididamente quería ser famosa y comer bellotas importadas de Paris pero lo avatares y confabulaciones del destino hicieron que mi primer (y único) trabajo basura fuera el de teleoperadora.
Inicialmente me dijeron que era una suplencia pero se convirtió en más allá de una cadena perpetua. Mis compañeros inicialmente me aceptaron como una más aunque alguno miraba con apetito mis tiernos jamones. Yo, como cerda, intenté dar lo mejor de mí misma y que se aprovechase todo de mi cuerpo serrano pero fui malinterpretada ya que no pararon de sacarme lujo ibérico.
Todos me tocaban mi rajita y me metían monedas de uno o dos céntimos que no podía disfrutar ni para sacarme una coca-cola porque no las coge las máquinas del office. Luego empezaron a modelarme a su gusto. Cierto es que yo provenía de una zona rural y no iba muy bien vestida pero los modelones a lo Lady Gaga-Choni del Primark, rebajados a una inmundicia porque nos los querían ni como trapos en una barriada gitana, fueron el principio del fin. Después vinieron los peinados modernos que ya había lucido hasta Mercedes Milá y que me costaban un pastón en la peluquería porcina. Posteriormente llegó el final de la virginidad de mi piel: numerosos tatuajes con los nombres de mis abusadores e frases como “Pedazo de Guarra” o “Pig Rules”. Taladrada por imperdibles, pendientes cutres de los chinos, uñas pintadas a lo Carmen de Mairena
Fui y sigo siendo su meretriz y pese a pedir en el matadero mi ejecución me fue negada debido a que mi cuerpo serrano estaba más sobado que las tetas de una actriz porno a punto de retirarse. Intenté tirarme por las ventanas de la oficina pero se encuentran totalmente acristaladas y no hay ventanas. Me dejan allí día y noche lo cual es un ahorro de alquiler pero apenas me alimentan con migajas y con la excusa del resobe y la gripe porcina he quedado más precintada al exterior que Guantánamo. Espero que esta ciudad de corrupción se hunda de una vez (con tanto Metro y tanto güjero espero que pronto) y pueda volver a mi granja natal aunque en estas condiciones ni mi madre me reconocerá pese a que cerda (pero de pelandrusca y cochina) nunca dejaré de ser . Oink Oink
Mis fotos son mejores que las tuyas. Capullo.
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