sábado, 22 de marzo de 2014

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El gran hotel Budapest: La Europa soñada por Wes Anderson

“El gran hotel Budapest”
Título original: “The Grand Budapest Hotel”
Director: Wes Anderson
EEUU
2014

Sinopsis (Página Oficial):

“El gran hotel Budapest” narra la historia de un legendario recepcionista de un famoso hotel europeo en el periodo de entreguerras, y de su amistad con un joven empleado que llega a ser su protegido de confianza. El argumento incluye el robo y la recuperación de un cuadro renacentista de inestimable valor, la lucha por una enorme fortuna familiar, y las lentas –y luego repentinas– agitaciones que transformaron la totalidad de Europa durante la primera mitad del siglo XX.

Crítica Bastarda:

Wes Anderson viaja a Europa junto a una maleta cargada de postales, libros e imaginación, desligándose del doble cruce al pasado propiciado en 2011 por las oscarizadas The Artisty La invención de Hugo. Mientras que Francia se desplazó a ese Hollywood que transitaba del mudo al sonoro y, al mismo tiempo, la industria norteamericana rendía tributo a Georges Méliès a través de Scorsese creando un París en 3D, ahora Anderson decide embarcarse a través de (sus) sueños cinematográficos para rediseñar la Europa desde una percepción hollywoodiense (de ataño) y manteniendo simultáneamente sus credenciales autorales. Los cineastas clásicos americanos siempre han fantaseado con universos europeos propiciados por la Segunda Guerra Mundial y el inherente establecido con los primeros pasos de Erich von Stroheim o Charles Chaplin. Del mismo modo, la migración de cineastas provocada dentro de ese periodo de entreguerras, que convulsionó el viejo continente, ejerce de columna de la propia historia interna de la película. Precisamente podríamos entender “El Gran Dictador”, como ese film bisagra —basculando también entre Lubitsch y Hitchcock— sobre el que parece concretar el director de Moonrise Kingdom un mundo imaginario, y, por supuesto, europeo. 


Viajamos a Zubrowka —a través de maquetas, superposiciones y escenografías pintadas a mano que pudieran formar parte del universo de Karel Zeman— para que un gran pastel hecho hotel corone su reino. He ahí la belleza imperturbable de la obra y el sentido de la misma. La constante del monumento y la imposibilidad humana de quebrantar la divinidad de la perfecta estética quedan resumidas en la secuencia de un guarda de prisión incapaz de cortar uno de esos fastuosos y coloridos pasteles de Mendl's. El caballo de Troya glaseado reduce la esencia cinematográfica de Anderson. Hay más en su interior, como esas múltiples habitaciones de hotel repletas estrellas emulando a “Gran Hotel” (1932), como esas cajas chinas estampadas del mismo color del algodón de azúcar, introduciéndonos dentro del acaramelado espectro narrativo del cineasta, donde el narrador acaba confundido con el lector/oyente de la historia. De esta manera, Anderson puede introducir el anacronismo como punto de vista de esa crónica tanto temporal como cinematográfica. La propia cinta se transforma en otras muchas variaciones y posibilidades, en pura conjetura sobre la ambigüedad formal y estética. Ese tejido narrativo formulado sobre fantasmas del pasado establece un telón de fondo con esos personajes que van recorriendo el tiempo y guiándonos como si fuéramos también clientes de ese gran hotel tan inmaterial como el propio cine que lo representa. 


Llegamos al tren y en sí mismo a la caricatura como compleja imposibilidad de recreación de la realidad y extensión del cine. Atravesamos la deformación y la referencia sin poder confirmar si estamos ante Dickens dibujado por Hergé o ante Stefan Zweig narrado por el imaginario del autor de “Life Aquatic”. Y podemos quedar prendados del juego referencial que propone el cineasta y pensar los motivos en la inclusión de Léa Seydoux y Mathieu Amalric en el reparto, esas imágenes residuales que pueden ir desde Jean Renoir a Jacques Becker o si el personaje de Willem Dafoe es más Boris Karloff o parte de la etapa alemana de Fritz Lang, como esas hermanas del villano sacadas del cine expresionista —y remanentes del venidero fascismo— o la perfección de una secuencia que pudiera formar parte del imaginario de Jacques Tourneur. En realidad, ese juego de referencias e imágenes subyacentes forman parte de ese museo cinematográfico que propone el cineasta donde la sombra del nazismo acaba por volver el colorido pictórico a un gélido blanco y negro, a un mero mcguffin hecho cuadro. Dentro de todo el arco yace una película bélica, propiciada por intrusión del totalitarismo, que yace oculta al espectador y se articula sobre una secuencia con prácticamente los mismos protagonistas. Algo ha cambiado sobre esos «tenues destellos de civilización en ese barbárico matadero que conocemos como humanidad» y hay enfermedades mortales que acaban teniendo cura pasado el tiempo pero no así la guerra. No hay cura para la guerra, ni tampoco sentimentalismo ni manipulación sin elipsis y coherencia dentro de esa lucha estética y narrativa porque Anderson empapa su película del rosa chicle sin saturar ni atragantar, reforzando la excelencia de esa perfecta tarta cinematográfica que seduce hasta las entrañas del paladar de cualquier espectador y deja aferrada a su alma el eterno olor de una fragancia que no es L’Air de Panache sino cine en estado puro.

1 comentario:

  1. ¿Por que nunca te convencieron "Bottle Rocket" y "The Royal Tenenbaums"?

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