[CONTIENE CONSPIRATORIOS SPOILERS] Volvemos donde nos quedamos pero carecemos de un elemento y pieza… y no es otro que del propio narrador. Después de un giro brutal y con un espectador recuperándose del balazo narrativo nos mira de nuevo a la cara, nos estremece… nos absorbe. Ha vuelto. El lobo ha regresado para cazar(nos) y desde su arranque sabemos que ese par de armonizados depredadores, que bien pudieran ser variaciones de La Marquesa de Merteuil y el Vizconde de Valmont empapados en Shakespeare, poder y sangre, van a remover las cloacas de Washington ocultando las peligrosas bestias que habitan bajo su epidermis y toneladas de capas de seducción. Siempre me he relamido, como buen seriéfilo, encontrando diálogos entre la ficción como respuesta a la propia ficción y considero que el cierre de la segunda temporada de “House of Cards” es el reverso del final de “Dexter”. El decepcionante, controvertido y discutido series finale titulado “Remember the Monsters?” (8x12) nos presentaba al protagonista (villano y antihéroe) privado de su característica voz en off, mirándonos directamente a nuestros ojos y condenado a un exilio y prisión en paralelo a lo vivido anteriormente. Francis Underwood (Kevin Spacey) se aleja, por el contrario, al plano general para revelarnos el desafío en su mirada, el triunfo del mal, el golpe sobre el tablero de ajedrez que ha manejado a su antojo en su meditado jaque mate con la perseverancia, innumerables sacrificios pasados y la ayuda de su mujer (Robin Wright). Cara y cruz. Su característico (¿y mordoriano?) gesto que impacta también al púdico espectador y nos rememora que el fin justifica (cualquiera de) los medios para ese lobo que en el Despacho Oval de la Casa Blanca comienza su reinado y finaliza su venganza. No es un final, es simple paréntesis…
“House of Cards” estaba concebida como una serie de dos temporadas y puede preocuparnos su renovación para una tercera por sus posibilidades y ambiciones. Es evidente que el drama es antagónico a “El ala oeste de la Casa Blanca” y se empapa del humor negro y sibilino sarcasmo que carecía “Boss”, pero su concepción como díptico pudiera pasar factura con una extensión tal vez poco calculada por sus creadores. No obstante, los Underwood están moldeados de una materia prima que permitiría ofrecer por primera vez una ficción en la que el Presidente de los EEUU y su Primera Dama son los villanos de la historia, ejes de la maldad suprema y reyes de la manipulación. Con los titiriteros llegando a la cúspide del poder es momento de repasar la segunda entrega de las memorias de la perversidad. Si en la primera temporada, la prensa era ‘la amante’ de la política personificada en Zoe Barnes, el comienzo de la nueva entrega deja claro su defenestración y brutal giro sobre la trama. El nuevo asesinato de Francis Underwood finaliza el thriller conspirativo para dejar una prolongación sobre el ciberterrorismo, presentarnos a ese hacker llamado Gavin Orsay, cerrar puertas con el encarcelamiento de Lucas Goodwin tras caer en la trampa preparada por esos hambrientos lobos y dejar una grieta entreabierta con el incierto futuro de Rachel Posner y la supuesta muerte de Doug Stamper a manos de aquella que nunca pudo amar y fue su ‘lectora’.
El romance es otro factor de interés para nuevos personajes como Jackie Sharp y esa bisagra personificada en Remy Danton que representa el dilema principal de la serie: dinero o poder. La lucha de ambos encarnados en las figuras de Raymond Tusk y Francis Underwood es la carne dramática y narrativa de la segunda temporada de “House of cards”. En medio de ellos se encuentra el mismísimo presidente de los EEUU, retratado como un inferior pelele sentimental a manos de esos depravados y hambrientos depredadores que ansían tomar el control de las decisiones del país democrático más importante del mundo. China va a ser el otro y fundamental escenario político y recurso de guión junto a una entrada y salida de personajes dentro del nido de víboras de Washington. El interés de la serie reside en que la pérdida y reaparición de secundarios no deja de constatar el juego de piezas de ese gran tablero de ajedrez cargado de intereses. Un ejemplo pudieran ser Linda Vasquez (Sakina Jaffrey) o Christina Gallagher (Kristen Connolly), personajes que se amoldan a las tramas impuestas y que bien pudieran cobrar mayor protagonismo o perderse entre el surco que establece la lucha por el poder. Pudiéramos pensar que Janine Skorsky y Tom Hammerschmidt no han escrito su última palabra y que Catherine Durant y Seth Grayson van a aumentar su protagonismo en futuras entregas junto a ese periodismo de investigación que ha quedado relegado a la figura de Ayla Sayyad. El hecho es que “House of cards” puede dejar sentenciado (para bien o para mal) a cualquier secundario en apenas unas secuencias como hemos visto con el caso de Gillian Cole y ese brutal diálogo de Claire Underwood «Estoy dispuesta a dejar que tu hijo se marchite y muera dentro tuyo si es necesario» o ese capítulo dirigido por Jodie Foster dedicado a Freddy. También siguen formando parte los méritos de la ficción imprimir en pantalla los códigos ocultos y miradas de los Underwood y su capacidad de revelar su maldad a esos cómplices que somos los espectadores. Y da lo mismo que estén en su casa el Presidente de los EEUU y la Primera Dama porque ambos tienen la capacidad, pese a remarcar en los anticlímax su humanidad, de establecer un juego que no necesita palabras, simplemente ejecución. En ese punto me interesa divisar el propio futuro de la serie sobre las historias que nos cuentan los Underwood sobre su pasado y, por ejemplo, la referencia al asesinato de John F. Kennedy. Nos han sembrado una conspiración, empapado de su teoría y conexiones y bien pudiéramos imaginar un magnicidio para cerrar la serie y sembrar en paralelo la visión del espectador, como testigo de los hechos, y los llantos del pueblo americano por la pérdida del ‘mejor y más honesto hombre sobre la tierra’. Esa dualidad de los personajes y la propia serie la considero su mayor arma como parte de un travieso entretenimiento repleto de humor negro.
Criticada por su escasa profundidad, la segunda temporada de “House of Cards” no va a satisfacer tampoco a sus detractores al utilizar la tónica más sensacionalista de “Scandal” con violaciones, besos lésbicos y tríos como reclamo en ese juego de locura, sumisión y poder. No obstante, me gusta la idea de pensar en Underwood como seductores vampiros con claras referencias de su persuasión sobre su ‘guardián’ (Edward Meechum), imágenes que bien pudieran formar parte de un remake contemporáneo de “Drácula de Bram Stoker” de Francis Ford Coppola. Hecho el corte, llega la sangre y la sanación más dolorosa como la del propio espectador. Otro de los puntos criticados ha sido el modelo de exhibición de Netflix y el maratón seriéfilo como chute de su droga catódica y su posterior olvido tras los efectos de la dosis. No existe la ansiedad fraccionada, el comentario (y las réplicas) ante lo desconocido y evidentemente la lluvia de teorías conspiratorias por la ocultación de lo venidero. ¿Perdido el spoiler, el sneek peek, el avance tan sólo queda el disfrute? O, tal vez, el mérito sea convertir al propio espectador en un depredador como aquellos que habitan y cazan al otro lado de la pantalla. Y los Underwood han demostrado que están a la cabeza de la pirámide depredadora. Nuestros reyes, nuestros peores enemigos, nuestra adictiva droga y devoción.
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