miércoles, 21 de abril de 2010

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Loquilandia

Nunca había tenido la posibilidad de encontrarme en el interior de un psiquiátrico en forma física. Sí fui teletransportado mental y visualmente por la retahíla cinematográfica como “Nido de víboras”, “Titicut Follies”, “Corredor sin retorno” o sus vertientes más descafeinadas (a gusto del consumidor) y oscarizadas como “Alguien voló sobre el nido del cuco” o “Inocencia interrumpida”. Es cierto que enfrente de mi casa tengo un psiquiátrico y algunas veces puedo observar a sus terribles pacientes en el patio junto a sus visitas. Pero el lunes me encontraba en el interior de uno de ellos y al ver como los enfermos se mecían descontroladamente, contoneaban sus cuerpos más que en el baile de la lambada, gritaban más que niñatas en un concierto de los Jonas Brothers, se agredían más que en cualquier programa de Telecinco, realizaban infinidad de juegos maquiavélicos y sin sentido (del ridículo) y finalmente extendían su violencia al terreno en cuestión creí incluso temer por mi vida.

Los visitantes y familiares de los pacientes contemplábamos impertérritos el desfogue de locura que allí se nos presentaba. No es descartable que ellos mismos sean una prolongación de sus engendradores (también por lo de engendro) y viéndoles en la sala de visitas, el socorrido banco de turno, con sus patatas y lata de refresco en mano uno puede esperar que semejante cordialidad retrate el síndrome voyeur o televidente de un reality show.

Las herramientas de tortura eran prolongaciones más aceptadas que el electroshock. Desde un semitubo metálico con escaleras donde los locos subían, se tiraban chillando una y otra vez, ya sea lanzando pelotas y coches y evocando otra realidad dentro de su esquizofrenia. Subirse y tirarse para luego subirse y tirarse mientras chillaban como corderos en un matadero. El verbo chillar aquí cobra otra dimensión: con autoría de poder (te mato como cojas mis objetos de valor), como autoría de posesión (esto es mío y sólo mío) y como autoría de diversión (más chillidos sin sentido). Otros se contentaban con una margarita de madera sostenida por un muelle, la cual provocaba que pudieran menearse de un lado a otro y quedar saciados en su locura destartalando sus masas encefálicas. Podía ocuparla hasta cuatro enfermos y cada uno empujar para un lado mostrando su comportamiento caótico.


Muchos se encontraban al borde de la geofagia y sostenían tierra con herramientas de plástico que imitaban a objetos como rastrillos, palas y cubos. Intentaban hacer formas con la tierra pero sus perturbados cerebros solo llegaban a representar la violencia que habitaba en su interior. Distintos objetos eran en sí mismo juegos para entrenamiento de animales, similares a los de cualquier zoo o circo, con cerebros e intelecto superiores a los seres que se encontraban delante de mí.


El propósito más interesante del estudio endogámico era contemplar a los visitantes al parecer con lazos cercanos a los enfermos y presenciar como algunos de los mismos colaboraban con los pequeños afectados de innumerables paranoias. Uno de de los objetos más solicitados era un trapecio de metal con dos cadenas de hierro atadas a una silla. En el interior se colocaba al chiflado y se le empujaba para que estuviese tranquilo durante escasos minutos. Digo escasos porque la envidia ensombrecía la sala de visitas y el psiquiátrico y cuando uno de los locos iba o jugaba con un objeto o herramienta de tortura el resto tenía, como fuese, que seguir sus pasos. Menos mal que la visita a mi psiquiatra unas horas después, golpearme diez minutos contra una pared, la agradecida factura de mi doctor y dos miligramos de ansiolíticos me dejaron como nuevo en este cuerdo mundo. Por su puesto esos terribles psiquiátricos y sus habitantes están más cerca de lo se imaginan: al cruzar cada esquina, en cada plaza... Hablo de esos terribles parques infantiles y esos destartalados mocosos que se enajenan en un tobogán mental. Si quieren permanecer sanos mentalmente no vayan ni se acerquen a ninguno de ellos.

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