“Inland Empire” era tan mayúscula y monumental que David Lynch dejó para los extras del DVD una nuevo reedición de esas ‘caras B’ del infinito material original. Efectivamente ocurrieron muchas más cosas en mi cinta favorita de la década pasada junto a su otra memorable doblez, “Mulholland Drive”, pero en esa espiral de sucesos sin sentido (para muchos del ridículo) aparece el mejor cine visto en salas en mucho, mucho tiempo. En el día de ayer también sucedieron cosas que podrían ser inexplicables en apariencia pero todas ellas condujeron a una espiral cuyo epicentro es o no es esta misma entrada. Como blog y diario anoto todo lo que mi memoria (digital) pueda rememorar. Esta es una de sus pequeñas o grandes piezas:
Sacudir, sacudir... |
Sí, que bien posamos... |
El origen de la crítica y de toda crítica es subjetivo y más si cabe cuando el público que está a tu alrededor se entrega con tanta satisfacción y alevosía que más que un musical parece una iglesia americana con coro gospell. ¿Será que soy tan esnob y pedante que ya nada trivial me convence? Lo que es cierto y puedo asegurar que ayer me encontré atrapado ante infinidad de talibanes, seguramente fanáticos de los discos de Luis Cobos y musicales de Lina Morgan, que me hicieron pensar que definitivamente formo parte de otro planeta. Solamente así puede explicarse que muchos se conformen con tan poco y por tan alto precio.
La orquesta ‘delimitaba’ el 80% del escenario reduciendo la amplitud de la puesta en escena y minimizando la calidad y riqueza de las actuaciones. Ese inexistente espacio vital era amputado por un protagonista que no estaba en el guión y pertenecía a ese margen invisible y fundamental de cualquier musical. Pasar de ser el amo del calabozo a la princesa encerrada en la torre merece un premio pero el de la excelente orquesta que con gran atino colaboraba e incluso animaba al patio como si de una verbena se tratará.
Reducido el margen quedaba poco para llamar la atención: el minimalísmo consume todo porque todo es mínimo. Desde el mínimo y ‘acertado’ vestuario (en una coreografía con esos ladrillos, luces de puticlub, camisas y sombreros parecía “Pesadilla en Elm Street: El musical”) a una pretendida economía corporativa donde el cuerpo de cada uno era el cuerpo de cada veinte. Lo mismo daba que el mismo actor fuese periodista que preso o se encaramase al patio de butacas de un juicio flirteando con multitud de caracteres. Todo vale.
Desde el prólogo donde nos indicaban que en esta obra aparecen crímenes y adulterio se despliegan las armas en forma de personajes que pretenden empatizar pero acaban empalizando cualquier atisbo de emoción. Si la mejor escena que funciona en toda la función no es musical (la estupenda pantomima en forma de juicio y recreación del crimen) algo no debe y puede acabar condenado a muerte.
Se echa muchísimo de menos a Queen Latifah y lo mejor es el logopeda de Manuel Bandera. ¿Será el mismo que Jesulín? Como bien se dice el mundo es un grano de pus y cutre-total. No hay clase en este planeta aunque la crítica sobre una sociedad que idolatra, comercializa y exonera a asesinos es una parodia al american way of life y el precio de la fama en general se agradece aunque sean méritos anteriores.
Son las cosas de la vida, son las cosas del querer, no tienen fin ni principio, ni “tiene” cómo ni por qué. Por supuesto, ovación final y ausencia personal mental de principio a fin que seguirá recordando a “Chicago” (película) y “Chicago” (canción, memorable canción de Sufjan Stevens extraída de un glorioso disco titulado “Illinois”).
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