domingo, 5 de febrero de 2017

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Review premios Goya 2017


Con el desinterés personificado de Mariano Rajoy, tras confesar que no vio ninguna película de los Goya porque no va al cine, y un boicot en ciernes a golpe de hashtag (#BoicotAlosGoya), la trigésima primera edición de los Premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España venía marcada por el habitual soniquete previo de quejas, lamentos y controversia. También, por supuesto, de las apuestas por saber quiénes serían los premiados. Y es que podemos analizar lo vivido durante la noche del sábado 4 de febrero de 2017 desde dos frentes claramente diferenciados: la gala como una entrega de premios o, por el contrario, el espectáculo que genera principalmente en redes sociales. Respecto al primer frente los pronósticos se confirmaron las apuestas y lo que podríamos definir como un calco de lo vivido años atrás con Lo imposible y la última vez que estuvo nominado Pedro Almodóvar. En los Goya 2013 vivimos cómo el filme de Bayona ganó diversos premios técnicos y alcanzó la estatuilla al mejor director no consiguiendo el de mejor película. Por parte del autor manchego, cuando La piel que habitooptaba a los Goya 2012, su paso por la ceremonia no supuso ningún reconocimiento para el trabajo de Almodóvar sino principalmente para su actriz principal. En los Goya 2017 los hechos anteriores se han amplificado consiguiendo nueve galardones incluyendo el de mejor director para Bayona mientras que Julieta, por su parte, se conformó con el premio para Emma Suárez en un claro reparto entre el resto de nominadas. Con el listado de premiados en los Feroz y los Forqué, y los citados datos previos sobre los propios Goya, podríamos tener una clara plantilla sobre la que sobrepuso un listado de ganadores sin demasiadas sorpresas salvo el propio hecho de que “Un monstruo viene a verme” es la primera película en la historia de los premios que no consigue el de mejor película con nueve Goyas como botín. Fue “Tarde para la ira” aquella que confirmó sus pronósticos y con sus cuatro premios (película, director novel, actor de reparto y guion original) se alzó como la vencedora de la noche. Una vez sobrepasado el análisis del propio hecho que definía la gala es hora de adentrarse en el propio espectáculo y aquella turbulenta polémica que lo rodea. ¿Le ha merecido la pena presentar a Dani Rovira los premios Goya? ¿Nos ha merecido la pena a nosotros soportarlo por tercer año consecutivo? 

Es cierto que la queja suele ser el principal material del español y criticar (por criticar) es el deporte nacional. Otra cuestión es analizar con afán constructivo, pese a caer en la subjetividad de algo tan etéreo como el humor. ¿Tuvo gracia o no Dani Rovira? ¿La gala tuvo el ritmo adecuado? La realidad pudiera ser la pobreza, claramente entendible por el presupuesto con el trabajaban, que rodeó a la entrega de premios con un guion sin demasiado encaje televisivo que daba la sensación de improvisación y escrito la noche de antes al evento. En realidad, los premios Goya son conocidos por las reivindicaciones que allí se plantean y en este año nos habían avecinado que serían mínimas. De este modo, no faltaron llamamientos al Gobierno (sobre todo en las reclamaciones económicas), a Donald Trump e incluso una manifiesta denuncia de las condiciones que afrontan la mayoría de las personas que dedican sus esfuerzos al mundo audiovisual y, en general, artístico. Todo comenzó con el indescriptible vestido de Cristina Rodríguez y la reivindicación de más personajes femeninos a golpe de chal de Cuca Escribano. Dentro de ese cara y cruz (o cruz y cruz), Dani Rovira acaparaba todas las miradas aunque la primera imagen (e impresión) es la que vale y los Goya habían planificado para su gala un escenario con la propia orquesta integrada revelando ese minimalismo (?) afín a toda austeridad que había comunicado Yvonne Blake; estableciendo la separación entre la entrega de premios y el espectáculo. Pese a todo lo anterior, es imposible que una gala de los Goya se encuentre alejada del circo mediático y efervescencia habitual de las redes sociales. Rovira trató por todos los medios ser el eje de la fiesta anual del cine español luciendo tacones, besándose en la boca con el que fue su compañero de reparto en Ocho apellidos vascos e incluso revelando su nivel ‘medio’ de inglés para dirigirse a Ken Loach. 



Precisamente el discurso de Yvonne Blake y Mariano Barroso estuvo enmarcado por los problemas para hablar español de la presidenta de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas… de España. El vicepresidente, no obstante, trató de salvar los muebles (y las gargantas) con unos datos claramente sesgados en los que los 605 millones de euros de los hablaban eran realmente 109 si nos centramos en el dinero que hacen nuestras películas. ¿O desde cuando Mascotas, “Buscando a Dory”, El libro de la selva y un largo listado de títulos son productos ‘Made in Spain’? Alejando el discurso de la piratería la cuestión era criticar el dinero que las salas españolas (que no nuestro cine) recaudó para el Estado (y Gobierno) en 2016, siendo un elemento en absoluto recíproco para las ayudas y beneficios que éstos reciben. Y aquí llegamos al tema peliagudo de las subvenciones. Sobre este punto podemos entender dos claras realidades. La primera viene de la mano de alto porcentaje de actores (y otros profesionales artísticos o técnicos) cuyos ingresos anuales son tan mínimos como inexistentes. He ahí el auténtico drama no exento de toda aquella persona que trata de desarrollar una carrera artística en cualquier tipo de ámbito. Las otras quejas pudieran ser parte de un tópico dentro de un país en el que está todo subvencionado, empezando por los propios partidos políticos. Hablar, por lo tanto, del reparto de ‘toneladas’ de dinero público no deja de ser un acto ya escandaloso amparado en un sistema cuyo germen es implícitamente corrupto. Y apoyar un sistema o tratar de ganar un juego en el que las reglas las hace el mismo gobierno al que criticas no deja de ser claramente irónico e incluso hipócrita. ¿La idea es conceptuar e incluso ayudar al saqueo que sufren los ciudadanos para que me aumenten mi cuota de subsidios, beneficios y ayudas? Conviene recordar e indicar que las ayudas cinematográficas son minúsculas comparadas con otros sectores. Es un hecho y una realidad que se puede demostrar con cifras en la mano. La cuestión es otra distinta: reclamar una mayor porción de la tarta del dinero público mordiendo la mano del repostero antes de que éste practique el corte y que siga haciendo más tartas con los impuestos de los sufridos campesinos. Otro debate es la autofinanciación o, lo que es lo mismo, que el cine español reciba sus propias subvenciones con parte de lo que recauda. Y no de lo que haga en taquilla Rogue One: Una historia de Star Wars, ¿se me entiende? 


Tras la nube de tópicos y reivindicaciones, el alegato de la pobreza (somos pobres porque no nos dan tanto dinero público como a los políticos y a los del ladrillo) se extendió a los propios discursos de premiados así como a la puesta en escena de una gala para olvidar. Esa indigencia era extensible hasta para los propios galardonados que no tenían ni una mísera repisa para dejar el premio y tenían que soportar la populosa presencia de la orquesta a unos pocos metros cercanos. Sin aliento, sin espacio… y sin agua. Ana Belén, que recibió el Goya de Honor, necesitó algo de rocío sobre su garganta para acabar con las 5.988.461 páginas de las que se componía su discurso aunque, por el contrario, su homenaje nos adentraba en las imágenes de un tiempo en el que los actores vocalizaban y se podía entender lo que decían con los ojos cerrados. Entre chistes fáciles y Penélope Cruz como el centro de sus miradas, Rovira trató de llevar una gala en la que no faltaron números musicales ya sea improvisados o planificados contradiciendo a las declaraciones previas a la gala de Yvonne Blake. El centro de la miradas, no obstante, fueron para las extrañas migas de pan (?) sobre el pecho de Almodóvar y la falda del vestido de Paz Vega. 



Con las lágrimas de Bayona por testigo, la trigésima primera edición de los Goya pasará a la historia por sus intentos de optimizar el tiempo y el ritmo mientras que su pobreza iba en paralelo a sus múltiples deficiencias y penurias técnicas y escénicas. Es cierto que estamos hablando de unos premios que siguen sin alcanzar una clara identidad y emoción más allá de la convulsa controversia afín a las críticas contra políticos (de centro/derecha). Entre discursos aburridos, que parecían habitualmente una clara repetición, Emma Suárez por partida doble trató de sorprendernos y salirse de las costuras de un guion mal planificado y escasamente televisivo en líneas generales. Pedimos más creatividad, humor y menos autocomplacencia, lugares comunes, chascarrillos y lamentos… porque si lo que pretendían era economizar y dar una imagen de extrema necesidad (económica), lo suyo era que el director de orquesta hubiera presentado la gala y entregado todos y cada uno de los premios. Muchos seguimos sin entender por qué a los chicos de “Muchachada nui” no les han dejado presentar y dirigir una gala de los Goya a estas alturas con lo excelentes que fueron sus aportaciones años anteriores. O eso… o que vuelva Buenafuente pero así, desde luego, NO.

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