Las personas se dividen en dos categorías básicamente: las que tienen esperanza y las que tienen fe, que ven un sistema en funcionamiento en el mundo y son fieles a él. Puede que sea la religión, pero en el caso del funcionamiento policial es un método. Podemos capturar a Escobar de muchas formas pero si la que elegimos promueve una relación ya tensa entre el pueblo colombiano y su policía, una tensión causada por años de corrupción y abuso, habremos perdido incluso si le cogemos.
Era esperada la segunda temporada de “Narcos” tanto para comprobar cómo iban a completar todo el arco argumental alrededor de la muerte de Pablo Escobar y, en cierto modo, el propio futuro de la serie de Netflix. Es cierto que el éxito de la propuesta siempre ha venido marcado por esa fascinación de la audiencia por personajes inhumanos y/o narcotraficantes que se rinden a la senda del mal y nos conducen directos a su abismo de perdición. Pablo Escobar sobrepasó todo tipo de límites y resultaba sugerente ver la propia evolución del espectáculo y sus protagonistas para relatar las líneas rojas que se iban a atravesar para dar captura (y muerte) al monstruo y jefe del cártel de Medellín. En recientes largometrajes como “La noche más oscura (Zero Dark Thirty)” de Kathryn Bigelow o “Sicario” de Denis Villeneuve hemos sido testigos del precio moral y ético que se puede pagar al convertirse en lobo para iniciar una cacería… Y esa cacería va a llegar a su fin en estos nuevos diez capítulos. Considero que nadie apostaba a que Chris Brancato, Carlo Bernard y Doug Miro se atrevieran a cambiar el curso de la historia como gestionó Terence Winter al cierre de la inolvidable “Boardwalk Empire” y la crónica de una ejecución anunciada era parte de los encantos para esta temporada. Es cierto que en la primera entrega existieron ciertas sospechas por estirar el chicle argumental todo lo posible pero, por el contrario, estos nuevos episodios justifican el díptico planteado desde numerosos e interesantes frentes. Pablo Escobar ha de morir pero el planteamiento, no obstante, es el precio que no solamente pagará un país sino en los propios métodos empleados para conseguir tal objetivo, desatando nuevos villanos en la historia y proceso. Todo el mundo va a acabar con las manos manchadas de sangre.
Nos quedamos en su escapa de La Catedral, esa cárcel hecha a medida construida por ese peligroso criminal y antihéroe de la historia, para comenzar el relato de la caída de aquel hombre que llegó a ser uno de los más ricos del mundo. Su sueño se desmorona, su imperio cae pedazo a pedazo, su ejército va siendo cada vez más reducido y, ahora, comienzan las pesadillas… La leyenda cuenta que fue una lluvia de balas aquello que acabó con Pablo Escobar, por encima de algunas teorías que dieron sentido a la mitología del personaje. En realidad, las intenciones de los escritores son dar sentido a esa violenta y sanguinaria guerra desatada por esa ‘enrabietada rata’ cada vez más atrapada en diversos frentes que estrechan su libertad. Pero, ¿qué ocurrirá una vez que el trono quede vacío? La serie de Netflix nunca ha buscado una fidelidad en los hechos sino que la dramatización del relato conforme tanto una estela de humanización del monstruo y asesino como de una mirada crítica sobre el precio moral que pagaron todos aquellos que se involucraron en su caza. Ese ‘todos contra Pablo Escobar’ genera que junto a los agentes de la DEA o las maquinaciones políticas, policiales y militares surjan nuevos intérpretes y justicieros en dar muerte al hombre más buscado. Amén de algún turbio personaje de la CIA… Es coherente que el nivel de violencia aumente, como si los propios límites éticos que tienen que atravesar los personajes que están en el bando de la ley se vivieran en sus propias carnes. ¿El fin justifica los medios? ¿Le interesó al gobierno de Colombia (o al estadounidense) que otros narcotraficantes o Los Pepes se unieran a una caza que se convirtió en una guerra? «Esto no acaba con la entrega de Pablo Escobar. Esto acaba con su muerte». Cuando el propio presidente de Colombia es tan categórico ya sabemos que ese polvorín ya en llamas va a saltar por los aires y “Narcos” encuentra el material propicio para hacer que esos diez nuevos episodios sean tan entretenidos como explosivos, feroces y sugerentes.
El relato de esa escalada de violencia viene de la mano de virulentas y sanguinarias venganzas personales, donde Escobar va siendo testigo de que cada vez se queda más solo al ir cayendo uno por uno todos aquellas personas que habían conformado tanto su seguridad como su red de contactos. La debilidad de ese peligroso narcotraficante, que dejó a sus espaldas centenares de víctimas, siempre fue su propia familia y todo el arco argumental se focaliza y centra en los intentos por salvaguardarlos y protegerlos de justicieros, sicarios, militares o agentes de la ley. La idea es que todo se convierta ya personal a estas alturas y nos olvidemos ese realismo mágico sobre el que se articulaba su primera temporada, sin descartar su recuerdo y golpe de efecto en su cita, cuando lo raro ocurre en ciertos momentos críticos ante el cambio y desenlace. Como comentábamos anteriormente ese sueño de Pablo Escobar ya era pasado, un remanente ya irónico y satírico del que se valen los escritores para dar cierra al inminente círculo en “¡Al fin cayó!” (2x10). Sabíamos que antes, durante y después lidiaba con esa pesadilla de la que era protagonista. Los escritores también encuentran un espacio para el material dramático en esa desesperada caída que enfrenta al personaje con sus demonios personales, comprobando que es un monstruo asesino para su propio padre ante una obvia y visible sangrienta alegoría. Desde el asesinato del Lara Bonilla ya que nos quedó bastante claro que el ‘Diccionario de la historia de Colombia’ se iba a escribir a finales del siglo XX con balas, violencia desmedida y cocaína en una guerra sin cuartel, que va a hacer más profunda una herida por la que un país va a tener que poder sudar sangre y lágrimas para cicatrizarla a lo largo de décadas posteriores. Si “Narcos” fue elegida, por público y crítica, como el mejor estreno de 2015 podemos entenderla la propuesta de Netflix como un clásico popular condenado a construir su propio reino televisivo. Referencias no le faltan. El material bebe constantemente de “Scarface”, de ciertos toques clásicos impuestos por Coppola o Scorsese y su pulpa documental propicia también un juego entre realidad/ficción/dramatización. Ese sentido de la icónica bala que supone una maldición que va pasando a modo de herencia entre esos bandos enfrentados, dejando numerosas víctimas en una cadena de violencia ya incontrolable. ¿O quién podía pensar que el fuego iba a apagarse con más fuego? Curiosamente es el narrador de la historia es el personaje más flojo, cuyas implicaciones dramáticas con su esposa engloban la parcela más débil del espectáculo. Interesan mucho más los designios de guion a los que es sometido su compañero Javier Peña (Pedro Pascal), enlazándolo con otros capos de la droga, grupos paramilitares o las tramas y maquinaciones de la embajada de EEUU y la CIA. En “Nuestra Finca” (2x09) ya aparecen otras subtramas que pudieran ser potenciadas en el futuro de la serie, teniendo la lucha de la CIA contra los comunistas una vía para que los otros narcotraficantes puedan utilizar tales mecanismos en sus beneficio. Lo importante siempre fue mantener el negocio, incluso por encima de dar caza al hombre más buscado, que marca de muerte y podredumbre todo lo que toca.
«¿Desde cuándo es tan putamente difícil matar a alguien?». La idea autoconsciente de acabar con el icónico personaje principal es una dura asimilación para el propio espectáculo, que no duda en ir potenciando otras tramas y focos para continuar su legado televisivo. Tal vez el propio género haya bebido tanto de la realidad en la que se ampara que una parcela de la audiencia considere como su dosis seriéfila y alimento las secuencias de montaje, en la que numerosos cuerpos de policía o narcotraficantes manchan de rojo las calles, o las escenas en las que los coches bombas hacen acto de presencia. Otros, consideren que realmente estamos ante una modulación de más de lo mismo bajo otro tipo de perspectiva y forma. Pese a todo, esas mecánicas fueron acentuadas con la originalidad de una propuesta que alternaba el inglés y el español para dotar de credibilidad una historia de violencia con implicaciones morales de un mundo cada vez más ambiguo en la lucha contra los grandes monstruos a los que ha de enfrentarse. ¿Muerto el perro, se acabó la rabia? Todo se vuelve mucho más complicado y la pregunta no debe ser cómo va a poder seguir una serie focalizada inicialmente en Pablo Escobar sin el propio Pablo Escobar, sino las posibilidades que se nos presenta de cara a su futuro sobre ese mundo tenebroso en el que apenas ya queda esperanza o fe.
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