[AVISO SPOILERS] Se ha hablado de la tercera y última temporada de “Broadchurch” como aquella de la ‘redención’ de una notable serie que ha llegado a su fin. Tal vez esa injusta etiqueta se deba a la decepción que causó en medios especializados y público generalizado una segunda entrega infravalorada. La cuestión en el reino de Chris Chibnall fue proseguir con una historia que suele quedar en el imaginario de la audiencia, amplificando los efectos secundarios de la resolución de todo traumático crimen y del sentido de la devastación que deja a su paso. No bastaba con saber quién era el culpable sino seguir el rastro de esas heridas abiertas que nunca iban a cicatrizar en una comunidad dañada. Chibnall se basaba en los vacíos del sistema judicial británico (y por extensión de cualquier país civilizado) para trazar una hábil metáfora sobre la condición de la naturaleza y moral humana para, al mismo tiempo, resolver ese viejo caso con el que Alec Hardy acabó destinado en Broadchurch. La serie de ITV, más allá de ese díptico sobre el morbo y las consecuencias morales de todo crimen, ahora desea consumar una trilogía que sirva a ese propósito de alegoría social y espejo respecto a los espectadores que se acercan al universo de Chibnall. El juego argumental sigue siendo el mismo: un montón de sospechosos mientras que numerosas personas guían la investigación con testimonios y nuevos descubrimientos entre giros de guion y revelaciones sorprendentes e inesperadas. Evidentemente en el leitmotiv está incluido esa vieja idea conocida de explorar los secretos de una comunidad cuando un crimen destruye la confianza sobre la que se asentaba su código moral. Es obvio que el creador de “Broadchurch” también desea dar un sentido de broche final a lo vivido por todos los personajes que estaban en ese lugar desde el principio y los Latimer no son una excepción. Incluso el asesino de Danny tiene un espacio para este epílogo que representan los nuevos ocho episodios en los que, no obstante, nos alejamos de escabrosos asesinatos para ver representada otra perniciosa variación del mal que asola al mundo y a la sociedad contemporánea.
Vayamos a los planteamientos argumentales de Chris Chibnall en esta tercera temporada de “Broadchurch”. Algo no está funcionando en el mundo, algo que provoca que el mal siga viviendo con nosotros. Ese mal está arraigando y tal vez todos seamos responsables de ello. Uno de los debates representativos del actual hembrismo (que no feminismo) es aquella frase lapidaria: «todos los hombres son violadores potenciales». Es cierto que actualmente el sexo forma parte del consumo de la sociedad y sirve como vehículo para aquellos que desean ‘violar’ la elección de toda persona respecto a la posesión elemental del cada ser: el control sobre su propio cuerpo. La dicotomía de la lucha del bien y el mal se va a posicionar en estos ocho episodios como la batalla de las buenas obras —y el amor por otros seres humanos— frente a aquellos que desean mancillar con sus actos cualquier armonía establecida. El propio género policíaco nos recuerda que siempre existen manzanas podridas en la sociedad y precisamente “Broadchurch” nos dice que somos nosotros mismos aquellos que elegimos qué hacer sino que, además, cualquier condición ajena no debería servirnos de excusa. El sexo tiene límites en un plano real y, al fin y al cabo, el individuo tiene siempre la última palabra. Chibnall tiene que retratar obviamente que la pornografía es parte de ese consumo habitual de adolescentes o adultos e incluso el ‘acoso’ y el ‘amor’ pueden difuminar líneas morales en las que el propio ‘enamorado’ no entienda sus intenciones hasta que son expuestas por otros. La serie de ITV nació también como lucimiento de David Tennant y Olivia Colman y ambos interpretan en esta ocasión a esa ‘policía de la verdad’ que alumbre en la oscuridad de una comunidad, que queda ensombrecida por cada fruto corrompido que prospera a su alrededor. El trabajo de Alec Hardy y Ellie Miller es coger a los responsables de los crímenes que se cometen en el pueblo que protegen pero, por el contrario, no dejan de existir esa duda razonable de que el mal va a seguir acechando en las sombras sin que ellos puedan hacer nada hasta que vuelva a brotar para ser cortado de raíz. Esto no significa ni que el problema sea la sociedad o el medio que transporta el ‘virus’ sino que es el ser humano aquel que decide qué acción va a realizar. No existen, por lo tanto, grises morales sino blancos o negros: o cometes o crimen o no lo cometes, así de simple. El resto son simples excusas o ruido circunstancial (o relativista) que no ofrece respuestas.
Precisamente el argumento de la tercera temporada de “Broadchurch” nos traslada a una violación pero Chris Chibnall saca todo el potencial de tal ignominioso delito al ser la víctima un personaje interpretado por Julie Hesmondhalgh. Que Trish Winterman sea el eje del crimen detona inmediatamente varios escalofriantes planteamientos al otro lado de la pantalla:
— Cualquiera puede ser víctima de una violación y/o agresión sexual.
— La víctima acaba siendo considerada como la culpable, utilizando cualquier argumento sobre su condición: ropa, consumo de alcohol, edad, etc.
— La propia víctima siente una inmediata vergüenza de su circunstancia.
La serie de ITV realiza un exhaustivo seguimiento y disección de todo el caso alrededor de la protagonista, detonando algo oscuro y tenebroso con la proposición de que Julie Hesmondhalgh encarne a esa mujer de mediana edad que ha sido víctima de un asalto sexual con violencia. Nada es sencillo, todo se va complicando pero la cuestión es que esos instrumentos de guion, más allá de distracción, sirven para que el espectador se aleje del principal foco de debate. Precisamente Chibnall utiliza a uno de los personajes (la mejor amiga de Trish) para soltar un pensamiento que permanecía enterrado, cual tabú, en la conciencia del espectador: ¿cómo es posible que una mujer tan poco agraciada y de una edad más avanzada fuera asaltada sexualmente? Esa perniciosa estipulación sirve al espectáculo para lanzar dardos envenenados sobre esa sociedad adicta a la superficialidad y a fotos de gatitos en las portadas de los periódicos que consume. Ciertamente todo trata sobre el consumo. Si el sexo ha acabado siendo algo material es consecuente que algunos monstruos actúen bajo una condición de apropiarse de otros cuerpos como un acto somático e insensible. Alec Hardy y Ellie Miller se dan cuenta rápidamente que están lidiando con un violador en serie y la proposición de que todos los hombres de la fiesta de cumpleaños —a la que asistió Trish— sean sospechosos, no deja de remarcar ese concepto en el que «todos los hombres son violadores potenciales». “Broadchurch” funciona mejor cuando estable el equilibro entre un relato costumbrista y ligero, alrededor de las vidas de los habitantes de ese pueblo costero, y esas sospechas que se instituyen como el tejido de desconfianza que se han asentado sobre ellos. El camino final, aparte de un giro impactante al descubrir al autor de la violación, nos lleva a una serie de reflexiones sobre la cultura popular acerca de la violación y el acto que representa. Asimismo, la idea de Chibnall es no ofrecer respuestas y dejar a las víctimas sin un completo sentido de la justicia o de una explicación. ¿La tiene acaso un crimen o una atrocidad? Este testamento potencia de idea de monstruos que viven entre la sociedad y que son capaces de corromper a otras personas más susceptibles o débiles. Esos monstruos no pueden establecer esa generalización absurda de toda la sociedad sea un monstruo pero, por el contrario, plantea la necesidad de ajusticiar a esas manzanas podridas que corrompen todo a su alrededor. El escenario, no obstante, sigue ahí. Esa gran playa inabarcable y el acantilado aledaño sirven como brillante metáfora de esas grietas que abran paso de un abismo a esas vidas cotidianas y mundanales. El final de “Broadchurch”, en conclusión, nos invita a sumarnos a esas cotidianidad una vez se corra el telón y un fundido sirva de despedida. Hay vida para un próximo día, hay esperanza.
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