La fe mueve montañas o las hace permanecer en su mismo sitio. En “De dioses y hombres” aparece la interesante percepción de la fe y el entorno. ¿Son la fe y las creencias en deidades las ‘ramas’ donde nos posamos esos ‘pájaros’ llamados seres humanos? ¿Sin ramas, dónde descansaríamos? ¿Vagaríamos en un eterno vuelo por los cielos sin posibilidad de reposar? ¿Caeríamos fatigados por el cansancio? Tal vez el debate sobre la necesidad humana de la religión o de la filosofía quede aplastado por necesidad física en tiempos de necesidad económica. La fe no da de comer aunque sí la caridad benéfica. Pero tampoco es el debate del filme de Xavier Beauvois. El contexto, eso sí, de la propia cinta es que en el mismo año de crisis mundial se han estrenado dos cintas que habilitan el concepto del alma humana: “Más allá de la vida” con Eastwood, bajo mandato y efluvios cándidos de Steven Spielberg, y “De dioses y hombres”, que narra los hechos ocurridos en el monasterio del Atlas, en Tibhirine en momentos convulsos de fanatismo que alteraba la convivencia y agitaba brutalmente árbol, ramas y pájaros.
Idealismo cristiano en mano y condena a la violencia parecen los signos claros de una propuesta que construye un mundo exterior desde el interior. No hay ni discurso del buen samaritano, que puede ser utilizado con fines partidistas ni religiosos, ni tampoco se pretende realizar un ejercicio de mártir y martirios. Todo lo contrario, “De dioses y hombres” es la crónica y asimilación de una muerte anunciada y el rigor de constituirse como rama dentro de unos principios donde parecen no existir. En tiempos duros y difíciles donde el compromiso moral ha quedado apagado para satisfacer intereses netamente personales llega una película tan luminosamente laica como brillantemente religiosa. La fe es vista como un mundo perezoso de debilidad y de cuerpo espiritual y fantasmal. Los tiempos han quedado apagados en la creencia de entidades mucho mayores y más factibles.
EL NUEVO ORDEN DEL MUNDO |
Se habla de la alianza de civilizaciones pero lo hizo un ser al que los miembros americanos calificaron de idealista trasnochado. Son duros tiempos para creer en ideales en un mundo material. Tal vez sea tiempo de llorar y emocionarse en una última cena a ritmo de ‘El baile de los cisnes’. Tal vez sea el momento de pensar en un mundo que dejó de creer en algo más importante que dioses invisibles y omnipresentes. En un mundo que dejo de creer en los hombres y, por lo tanto, en sí mismo.
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