domingo, 28 de noviembre de 2010

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Bon Appétit: Pepi, Luci, Bom y otros pagafantas del montón

Imagínese que va al Bar Reynolds y le pide a Mauricio Colmenero un Ribera del Duero del 86. Después, ante la espera por la preparación del dueño del bar favorito de Aída García, le pone el vino solicitado en vaso sucio de cristal arañado por un lavavajillas defectuoso de rebajas. El vino, por supuesto, está más picado que un Calimocho hecho con vino y Coca-cola marca low-cost de la Franja de Gaza y digno heredero de una furibunda versión de la Troma de “Entre copas”.
Después del golpe del cristal en la mesa le sueltan, entre sonrisas que esconden una lluvia interna de carcajada, «Tome, su Ribera del Duero del 86… ¡Bon Appétit!». Desde luego, ser Luci y que te haga una lluvia dorada Bom en “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón” es un lujo para un buen sumiller comparado con la experiencia de saborear ese Ribera del Duero del 86 cosecha Bar Reynolds.

Durante la proyección de “Bon Appétit” me dio un auténtico ataque de risa y ni siquiera taparme la boca con ambas manos pudo detenerlo pensando en todo lo anterior. Sólo me había dado uno similar anteriormente cuando los alienígenas volaron la Casa Blanca en “Independence Day” y fue acompañado de aplausos. ¿Es, entonces, la película de David Pinillos la gran comedia del 2010? Va a ser que no. He salido del cine, después de ver “Bon Appétit”, al ver como ese pretendido Ribera del Duero 86 que nos han vendido público y crítica se convertía en vino Tyson (o sea, peleón) del menú más vulgar del día. Y no hace falta ser el más experimentado sumiller para catar que el sabor está más visto y huele más que las compresas para las pérdidas de orina que anuncia Concha Velasco. Por cierto, llévense unas puestas si van a verlas por si sufren un ataque similar al mío.

Dime algo bonito aparte de meretriz...
Flashback 1: es cierto que fue completamente lascivo y contraproducente meterme un kebab con doble de carne de cordero antes de ir a ver una película donde se cocina langosta, solomillo con setas asilvestradas y tallarines con huevos empanados y pedacitos de caramelo de menta.

Flashback 2: en las taquillas una pareja, que se encontraba delante de nosotros, pidió unas entradas y les fueron denegadas con la excusa de que no se habían vendido otras previas. Eran los únicos mortales que querían ver la película que nombraron y cuyo nombre no recuerdo. Un motivo más para sacar las entradas antes de comer y no ir en el último momento como solemos hacer muchos mortales.

Mira, como en las películas.
Cuando nos ‘sirvieron’ las entradas del menú y al entrar en la sala del cine con la proyección de anuncios entendí que no estábamos solos en la sala… aunque tampoco podía afirmarlo porque la rodopsina y yodopsina no ejercían su poder ‘catalizante’ del medio oscuro. Pronto y mientras encontraba un lugar donde sentar mi trasero creí ver a una persona en las butacas traseras. No había tiempo de averiguar más porque “Bon Appétit” iba a comenzar.

Llegaron más anuncios pero estaban dentro la película. Mucho product-placement y planos panorámicos de izquierda a derecha para mostrar la magnificencia de sus escenarios: Zurich, Munich y Bilbao. Mucha postal… y poco cine. Refrito con aceite de marca pero con poca calidad. Desde “El apartamento”, con su protagonista trepa y ambicioso al que frena el amor, pasando por “Deliciosa Martha” hasta el pagafantismo de “(500) Días juntos”. No falta secuencia con playa y dicotomías con elecciones mil veces vistas: ‘¿Trabajo o amor?’, ¿‘Amigos o novios’?, ‘¿Dejará a su mujer mi amante?’, ‘¿Tengo el niño de mi amante casado o no?’, ‘¿Seré tan villano como mi padre y critico lo que finalmente hago?’, ¿Ribera del Duero del 86 o una Fanta sin gas’? Y es que precisamente lo más gracioso y al mismo tiempo hiriente de “Bon Appétit” es que pretende construir el gusto del buen vino con el respaldo de música acústico-electrónica, diversidad idiomática y emociones directas al corazón pero se queda a mil paladares luz de la inmediatez y encanto de “Once (Una Vez)” de John Carney. Porque todo se puede resumir en un plato demasiado obvio para tanta elaborada preparación e ingredientes. Se hacen símiles con las películas en un pretendido juego de metaficción-romántica pero consigue el efecto contrario: “Bon Appétit” es un plato más precocinado.

Ay, niña... mira la paaaaaaaaya
Mención especial para la descripción de Suiza como país que no sufre la crisis. A uno le despiden y se va de fiesta y no para de reírse. Tampoco explica el convenio que tiene el sector de la hostelería de allí porque, al parece, uno coge días libres y el coche de empresa porque sí… pero lo que me ha dejado más intrigado es que en Munich, y por extensión Alemania, paren como si cagaran. Metáfora absolutamente trascendental de lo que es la película de David Pinillos.

Yo no sabía meterme después de mi ataque de risas y escribo todo esto para pedir disculpas al otro asistente de la sala. Gracias a él, además, pudimos ver la película y es el motivo de ahora mismo esté escribiendo estas palabras. Mi acompañante habitual en estos designios del anonimato cinéfilo me recriminó mi bastardo comportamiento pero también se rió cuando le conté aquello del Ribera del Duero del 86 servido en el Bar Reynolds. Espero que ese anónimo espectador, si lee esta entrada, también se haya reído con todo esto aunque le vi acudir al baño cuando acabó la proyección. ¿Iría a hacer un parto alemán?

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