miércoles, 21 de julio de 2010

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Trenning

Posiblemente lo que me ha ocurrido esta mañana en el tren de Cercanías sea uno de mis quince momentos más surrealistas en los vagones de ese transporte público. Es cierto que los usuarios lo elegimos como mejor transporte por su puntualidad de horarios con ligeras deficiencias infectas, sobrecargas humanas y momentos para el recuerdo del psicoanalista.  Si tuviera que titular mi experiencia digna de un filme de David Lynchsería como “Línea abierta”, que supondría un símil de las venas que más de uno se abriría. Visto lo visto (o mejor dicho oído lo oído) hice muy bien en no abrir el libro que llevaba en la mochila: en el día de hoy la historia estaba fuera de esas páginas. 


Cuando me monté me percaté inmediatamente de que algo ocurría allí. Un atisbo de una maléfica mano ejecutora en un plan rocambolesco perpetrado desde el más infame mal. El sonido aparentemente era el de tono continuo y continuado de un teléfono. Ese pitido se clavaba como un palillo del todo-a-chien en el pecho de un vampiro... no era en asboluto letal  pero fastidiaba mogollón. Los tímpanos comenzaron a traspasar el volumen del cerebro y en seguida comprendí que era el principio de un fin (y encima con el día sin iniciarse). De fondo, para colmo, sonaba música jazz y me quedé anonado al ver que ninguno de mis compañeros de viaje se alarmaba ante esa inaudita situación. Como si fueran secundarios de un filme de Fellini cada uno seguía a lo suyo. El chico que tenía delante dormía mientras sudaba la gota gorda y sus protuberantes cejas sacadas de un cepillo de barrer frenaban los caudales sudorosos que emanaba su frente; el señor que se montó en mi estación con cara de cromo y cuerpo de Yeti (con vestuario prieto y sport) se bajó en la siguiente parada sin alarmarse en lo más mínimo. 


El momento surreal aumentó en intensidad cuando a ese insoportable y cíclico tono telefónico se le unió Gabinete Caligari y  “Al calor del amor en un bar”. Efectivamente bares, qué lugares y trenes... ¡qué lugares! Cuando el ser sudoroso abandonó su puesto en la estación de Atocha tuve que realizar un sacrificio (antes hice trampas y palpé el asiento con cierto asco) y me cambié de ubicación. Gabinete Cagalera no salía de ningún móvil petardo sino de los altavoces pero ¡nadie mostraba ninguna emoción al respecto! Tampoco la señorita, que estaba a dos palmos míos, que se suele espatarrar sin complejos y con su bolsa de El Corte Inglés. No es que sea muy larga pero la tipa ocupa tres asientos y cedió uno a un hombre que se trincaba un Red Bull a modo de café y se estiraba como un gato traspellado luciendo un obligo peludo y horripilante. Después de esa sucesión de dramas y traumas al son de bares y calores emocionales se juntó el hambre con las ganas de comer: un señor que era tan alto, que utilizaba las barras superiores para rasparse la nariz, leía un libro que no entraba en su escala corpórea. Él era la persona del vagón (y seguramente del tren) que se encontraba más cerca de los altavoces, el tono telefónico y Gabinete Cagalera...pero el tipo ni se inmutaba y seguía leyendo como si nada. 


El destino del tren poli-tono era Alcobendas / San Sebastián de los Reyes y yo me apeé en Nuevos Ministerios. Como era el primero en huir de ese infierno de psiquiátrico me percaté, al acariciar el pulsador, que era completamente nuevo. Su ruido también era diferente... No tenía tiempo de razonar y simplemente quería huir de allí. Estaba tan indignado con el mundo que cuando me crucé con el violinista que toca en la estación le grite: 
«¡No eres una artista, eres un mendigo... y esa boina te queda fatal!»
No me respondió porque mi ritmo gacela en aquel momento competía con el de una scream queen  perseguida por un asesino y su motosierra. 

Al llegar al trabajo y comentar, con alguien que me escuchase, el incidente me llevé una nueva sorpresa. En el tren anterior había ocurrido exactamente lo mismo... pero se habían ahorrado “Al calor del amor en un bar”. En ese momento pensé que una huelga de celo se cernía sobre los desamparados usuarios y que las torturas iba a ser similares a la que reciben los presos de Guantánamo. Por cuestiones obvias no pudo acercarme a un teléfono en la oficina y tuve que huir a los baños cuando en uno de los plasmas, que tenemos colgados  como jamones allí, pusieron el “Telephone” de Lady Gaga. 


Por la tarde había pasado el trauma o eso creía. Temí de nuevo por mi vida cuando en la estación de Sol, con escasas horas para la puesta de sol, tenía que tomar el tren de regreso. Había tenido que realizar actividades consumistas para olvidar la fatalidad telefónica y no deseaba gastar más en tan poco tiempo. Cuando accedí al vagón no había ningún homenaje a las líneas telefónicas ni al rock español de la movida madrileña pero sí dos niños bribones y chillones pegados a la ventana. Sin parar de gritar han sido el nuevo hilo musical que me ha acompañado... hasta que ha pasado un zombi pidiendo limosna. Lo ha hecho tan mal y con tan poca gracia (o pena) que nadie le ha dado nada, aunque como pedía dinero para comprar leche, la madre de las criaturas ha sacado su móvil y llamado a su marido para que compre dos bricks de la blanquecina sustancia. ¿No es un ejemplo de publicidad viral? Tal vez Renfe haya firmado un convenio con alguna operadora de móviles y pretenda, mediante sugestión directa y cerebral, recordarnos que la telefonía analógica y fija puede matar nuestro cerebro. 

Al salir en mi estación me he adelantado a todos para palpar de nuevo los pulsadores renovados. Su tacto es muy diferente como el sonido de apertura de las puertas. No sé si son mejores o peores... simplemente distintos. Pero el hecho es que ¡han tuneado los Cercanías! ¡Y sin avisar! No sé para qué tenemos cuarenta diarios gratuitos si ninguno informa de un cambio tan notable y con una puesta a punto tan laboriosa y traumática. Lo que desde luego no sé es cómo definir el tuneado. ¿Sería Cercanning o Trenning? 

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