“¡Ave, César!”
Título original: “Hail, Caesar!”
Directores: Joel Coen, Ethan Coen
EEUU
2015
Sinopsis (Página Oficial):
Hoy en día se tiende a abusar del término «épico», pero pocos podrían argumentar que “¡Ave, César!” que encara ya sus últimos días de rodaje en Capitol Pictures, no merece semejante epíteto, según Thora Thacker. «Un ejército de técnicos y actores, artistas de primer orden, trabajan muy duro para llevar a la pantalla nuestro mayor estreno del año», nos cuenta Eddie Mannix, de Capitol Pictures. «“¡Ave, César!” es una película de prestigio con una de las mayores estrellas del mundo: Baird Whitlock». Pocas películas ocupan no uno, sino dos platós de un estudio, pero “¡Ave, César!” no es una producción más: se trata de la película de mayor presupuesto que Capitol haya hecho jamás. Al menos por ahora, parece que la mayor historia jamás contada está en buenas manos. Los cuatro veces oscarizados Joel y Ethan Coen (“No es país para viejos”, “Valor de ley”, “Fargo”) escriben y dirigen “¡Ave, César!”, una comedia acerca de los últimos años de la edad dorada de Hollywood con un reparto plagado de estrellas. Protagonizada por Josh Brolin, George Clooney, Alden Ehrenreich, Ralph Fiennes, Jonah Hill, Scarlett Johansson, Frances McDormand, Tilda Swinton y Channing Tatum, “¡Ave, César!” sigue a un «fixer» (un solucionador de problemas) de uno de los grandes estudios durante un día plagado de problemas.
Bienvenidos a la mayor historia jamás contada, proyectada sobre una sábana santa y sacralizada por una luz divina… “¡Ave, César!”, injustamente infravalorada y desdeñada, llega desde su propia autoconsciencia de obra menor dentro de la filmografía de los hermanos Coen, aunque no por ello tengamos que equiparla a sus más apáticas propuestas. Posiblemente la decepción que genere la cinta se transforme con el tiempo en culto y devoción, como si el propio discurso sobre la fe se viera reflejado en paralelo al personaje que interpreta George Clooney dentro de su propio personaje. Para entender aquello que desean plantear los autores de “A propósito de Llewyn Davis” basta con divisar ese contexto sobre cómo el sistema de los grandes estudios de Hollywood desaparecía debido a la Corte Suprema de los Estados Unidos, para evitar así el monopolio absoluto de la cadena de producción, distribución y exhibición. La industria cinematográfica tenía que renovarse o morir en plena Guerra Fría… con la televisión apareciendo como el gran e imbatible rival y relevo. Pero, sobre todo, debido a que el «star system» se encontraba a punto de desvanecerse al poder liberarse las grandes estrellas de las cadenas con las que habían sido atadas a esos grandes estudios y obrar con independencia, revindicando así económicamente su presencia en grandes superproducciones. Dentro de la intrascendencia de los productos de una maquinaria que deseaba atraer a los espectadores con producciones épicas —blandas y ligeras—, los hermanos Coen desean unir todas esas piezas como parte del tejido del subtexto de la historia que pretenden contar, dejando al espectador el análisis y digestión de toda esa gran materia de fondo. Alejándose de la sustancia kafkiana de “Barton Fink”, su objetivo es centrarse en la historia y fábula —con narrador en voz en off incluido (Michael Gambon)— de ese hombre y pecador atado a un reloj, pero también a una mentira que trataba de arreglar todos los días de su vida. Eddie Mannix, el jefe de producción en Capitol Pictures interpretado prodigiosamente por Josh Brolin, es el idóneo vehículo para tratar de dar unidad y coherencia a todo ese mundo caótico e inconexo que trata de manejar cada día dentro de una vida repleta de falsas promesas y con un mínimo espacio para centrarse en su familia y esposa. El gran Imperio romano que era Hollywood a finales de los cuarenta y en la década de los cincuenta se está desmoronando… pero alguien tiene que estar en pie para recuperar su fe en ese disparate condenado a la desaparición y propulsar un cambio a través de ese dios sin rostro llamado séptimo arte.
Olvídese de la irregularidad de la forma porque el cine siempre acaba bajo una misma constante: la luz que atraviesa la oscuridad para revelar una gran verdad proyectada ante nuestros ojos. Una verdad bajo de estigma de esa gran historia jamás contada que, no obstante, está construida sobre una gran mentira y reproducción. En “¡Ave, César!” existen múltiples lecturas a modo de cajas chinas, en las que la última en abrirse nos remite a nuestro punto de vista como espectadores. Somos los testigos de todos esos mecanismos y misceláneas películas y homenajes ante nuestros ojos, somos aquellos que debemos unir todas las piezas para construir esa película de películas… si no acabamos estrangulados en la moviola por un pañuelo para dar sentido a una quemadura dentro del celuloide. En cierto sentido, esa suma de fragmentos y films establecen parte de todo ese gran entramado y discurso respecto al propio sentido del cine como revelación y facción del modelo sociopolítico; de cómo tuvo que sobrevivir con la televisión y el comunismo emergiendo mientras perdía su monopolio. La alegoría de Hollywood respecto al Imperio romano desea ser visible y los hermanos Coen nos consideran sobradamente inteligentes para entender la forma de entender el cine de esos grandes estudios como parte de la Santísima Trinidad. O bien es una industria capitalista creada —y escrita— por avariciosos comunistas que deseaban reclamar su parte del botín aunque todas sus acciones (y esperanzas) acaben en el fondo del mar. O es la imperfección y locura personificada en un circo de tres pistas que acaban siendo mil en los márgenes de otro tipo de periodismo y contracrónica. O, para completar el tridente, nos encontramos ante el concepto de establecer el cine como religión a través de una figura intangible y mística, en la que la verdad ilumina el camino cuando todos los implicados se creen, aunque sea por unos interminables segundos, la exuberante farsa que están contando. La imposibilidad de conciliar el modo de recrear la fe se simplifica en esa reunión que mantiene Eddie Manix con distintos representantes religiosos. Y los Coen mantienen esa equidistancia en la forma en la que se revela un sentido del sarcasmo y la ironía, como si no quisiera mancillar el homenaje que desean plasmar. ¿Cómo podrían hacer si ni siquiera el mismo hijo de Dios sabe si es un personaje principal, extra o secundario?
Puede que la propia lección histórica de los autores revele el concepto teológico del séptimo arte, que desde esos créditos iniciales nos den a entender que la propia leyenda y fábula que establece será siempre contada por otros. O, lo que es lo que mismo, el cine no tendrá una voz propia más allá de las otras que den los seres humanos que pululan por el mundo y, por supuesto, en esos estudios de Hollywood que si han perdido la magia de antaño es porque las estrellas ya no pueden ser abofeteadas repetidamente por los jefes de producción ante sus arrebatos y constantes delirios. Los Cohen quieren que veamos los trucos de esa fábrica se sueños en todo momento, que rememoremos incluso la mitología y leyendas que bien pudieran estar inspiradas en ‘Hollywood Babilonia’ de Kenneth Anger. No obstante, pese incluso a desacreditar todo ese circo tan complicado de manejar, los autores de “Fargo” nos revelan la magia que consigue recrear, por qué seguimos delante de esa pantalla creyéndonos la mentira. La historia del cine, al fin y al cabo, también está contada por anécdotas y otro tipo de historia aparte de esa colección de cromos e icónicas postales que debemos enlazar como parte del juego de referencias (directas e indirectas) que nos proponen los Cohen. Enlazando géneros y mitos cinematográficos, “¡Ave, César!” acaba articulando todo el concepto de alma fílmica en actores atrapados en epopeyas y textos sacralizados, poseídos por la ficción de ficciones en una falsa realidad. Tal vez tengamos que entender la cinta como la respuesta (e incluso evolución) ‘hollywoodiense’ a “El gran hotel Budapest” de Wes Anderson, pero creo que la más gratificante secuencia es aquella en la que vemos el estreno de ese western que protagoniza Hobie Doyle (Alden Ehrenreich). O, lo que es lo mismo, la forma de entender ese arte ambivalente cuando comprobamos que una escena musical, profunda y emotiva sobre la luna es diseccionada por la audiencia en ese otro reflejo infantil, intrascendente (más allá de la propia carcajada) y, por supuesto, cómico como forma de evadirse de la realidad. Todo queda, como siempre, a gusto del consumidor. Usted siempre elige que creer o no creer en esa religión que utilizó el Imperio de Hollywood para seguir sobreviviendo hasta nuestros días.
P.D.: Y los malos de esta gran historia ‘bíblica’ que se escribió en Hollywood fueron los guionistas comunistas y, por supuesto, los gays que eligieron el idealismo al éxito y el amor (perruno o no) al dinero.
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