“Nebraska”
Director: Alexander Payne
EEUU
2013
Sinopsis (Página Oficial):
Después de recibir un ‘premio’ por correo, Woody Grant, un anciano padre con síntomas de demencia, cree que se ha vuelto rico, obligando a su receloso hijo David a emprender un viaje para ir a cobrarlo. Poco a poco, la relación entre ambos —rota durante varios años por los continuos desvaríos etílicos de Woody— tomará un cariz distinto ante la sorpresa de la socarrona madre de David y su triunfador hermano Ross. Pero ¿qué ocurrirá cuando Woody regrese al pueblo, donde le ha prometido a todos que se ha convertido en millonario? Del director ganador del Oscar Alexander Payne (“Entre Copas”, “Los Descendientes”), “Nebraska” narra la sorprendente historia de una peculiar familia de la América Profunda. Con una espectacular fotografía en blanco y negro y unas interpretaciones que han acabado en prácticamente todas las listas de las mejores del año (Bruce Dern ganó el premio al Mejor Actor en el pasado Festival de Cannes), “Nebraska” es una película que te emocionará una y otra vez.
Siempre ha existido dentro del cine independiente el sueño de adentrarse en la grandeza y épica de los perdedores, en proyectar sus sonrisas y lágrimas con los mínimos recursos impuestos por el escaso presupuesto y dejándose guiar por la capacidad interpretativa que oscile la comedia y el drama. Los perdedores siempre han tenido un hueco para esos otros buscadores de sueños y, en el fondo, también desafortunados que se aferran a su credulidad, en hallar un billete dorado que cambie su destino. La demencia de un anciano le sirve a Alexander Payne para también adentrarse en un viaje interno del propio del cine independiente norteamericano. Una huida y escape a la realidad impuesta como premisa, a modo de sello en la filmografía de cintas de bajo presupuesto desde los 70, donde la road-movie, la reunión familiar y sus tensiones internas, el pueblo de la América profunda, el alcoholismo, el amor inmutable (pero roto) o la catarsis existencial marcaron / marcan / marcarán ese blanco y negro de los perdedores que tratan de sujetarse a la épica del clímax y completar una aventura en la que la ilusión se transformará en (des)esperanza.
“Nebraska” no sólo trata de la historia de Woody Grant y su hijo o de seguir la fábula sobre el pasado, el reencuentro y la venganza de los fracasados y aquellos que se desviaron de la camino sino de homenajear la etiqueta donde queda enmarcada la obra. El cine independiente siempre ha sido objeto de la burla ajena porque nunca existe la recompensa económica sino la grandeza espiritual de aquellos dementes que se atreven a llegar hasta el final de una árida carretera incluso hasta caminando sobre sus ya insostenibles pies. Aunque si existe una recompensa en todo el asunto, todo el mundo abrirá la mano y retorcerá la mentira o la verdad para aprovecharse. Tal vez sea el motivo por el que Payne no quiera (auto)engañar(se) y nos muestra la dureza del miedo, el temor del olvido y el lado hilarante de la verdad irrealizable. La comedia es más negra que nunca, el drama más reflexivo y la puesta en escena más minimalista como porción de la atmósfera de recrear las ambiciones de esos cineastas que tratan de alcanzar su destino final con el coche más lento y oxidado de todo EEUU. Del mismo modo que habita la esperanza en la banda sonora de Mark Orton, existe el sentimiento final de dar un triunfo a esos losers y personajes perdidos. La épica se alcanza sobre el propio punto de fuga y la carretera que traza la senda. Es breve, pero el tiempo se paraliza lo suficiente para perpetuar el triunfo; para que sea el más dulce de todos los amargos tragos previos. Es intenso, es mentira, es cine.
Se trata de la perspectiva, de estar dentro o fuera de un coche nuevo, de sujetar el volante o ser el espectador desde el exterior. Payne, al igual que en las estupendas “Los descendientes” o “Entre copas”, vuelve a ofrecer la replica auto-consciente del cine independiente norteamericano, cuestionando la propia manipulación que ofrece desde su percepción y estética cuando la lucidez desciende dentro de su propia mortalidad. Podemos creer siempre aquello que otros nos dicen o caricaturizar los estereotipos en un juego de publicidad engañosa. Podemos repetirnos que todo es mentira, una coincidencia incomprensible del mundo real... pero deseamos creer que forma parte de una verdad porque necesitamos ser víctimas del engaño. Aunque sea, simplemente, durante ese instante en el que todo perdedor se siente poseído por la épica y pueda ser el triunfador cronometrado del destino y la imposición de aquellos que se burlaron tiempo atrás. Y es en ese lugar donde precisamente Payne siente el fin del sueño, la consciencia, la otra realidad que nadie quiere vivir ni contar y sabe que debe dejar el propio volante que conducía la película —y a ese antihéroe encarnado magistralmente por Bruce Dern— para que los títulos de crédito pongan el punto final a ese otro punto (y) final, a esa recompensa sin premio tangible pero sí emocional. A esa película sin épica que engrandece la propia épica de hacer una película.
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