Páginas Bastardas

viernes, 17 de enero de 2014

El lobo de Wall Street: El dinero como religión

“El lobo de Wall Street”
Título original: “The Wolf of Wall Street”
Director: Martin Scorsese
EEUU
2013

Sinopsis (Página Oficial):

El prestigioso cineasta Martin Scorsese dirige la historia del corredor de bolsa neoyorquino Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio). Mostrando la evolución desde el sueño americano a la codicia corporativa, Belfort pasa de las acciones especulativas y la honradez, al lanzamiento indiscriminado de empresas en Bolsa y la corrupción de finales de los ochenta. Con poco más de veinte años, su enorme éxito y fortuna como fundador de la agencia bursátil Stratton Oakmont le valió el mote de ‘El Lobo de Wall Street’. Dinero. Poder. Mujeres. Drogas. Las tentaciones abundaban y el temor a la ley brillaba por su ausencia. Para Jordan y su manada de lobos, la discreción era una cualidad sobrevalorada; nunca se conformaban con lo que tenían.

Crítica Bastarda:

El dinero es la mayor de las religiones de la era moderna pero pocas películas habían entablado el correcto diálogo entre la fe y la codicia, entre el sistema capitalista y la creencia en el poder de la riqueza. Martin Scorsese y Terence Winter se han vuelto a aliar para narrar la vida, obra y milagros de Jordan Belfort y “El lobo de Wall Street” podría dirigirnos directamente al Henry Hill de “Uno de los nuestros”, por ser una revisión estructural ambientada en Wall Street con otro tipo de tiburones que no necesitan una pistola sino cocaína para marcar más rápido los números de teléfono como afiladas balas. El nuevo crimen organizado parte de ese recital y discurso aleccionador del gurú que interpreta Matthew McConaughey, que servirá a Belfort de glorificada inspiración. Sobreviviendo que a la crisis bursátil del 87 y el nefasto ‘Lunes Negro’ se reinventó reclutando a vendedores de marihuana que actuarían como su Apóstoles, construyendo su propio imperio entre pensamientos, voces en off y siendo el dinero tratado como la fe de una nueva religión.


No existe nada gratuito en ese carrusel de citas y excesos donde la pantalla se hace transparente y la obscenidad toma el control desde su propia perspectiva. Tenemos delante a un personaje real que nos vende su propia versión de los hechos, una intersección más socarrona de Eric Packer y Patrick Bateman bajo el prisma de un libreto en el que Winter se encarga de evidenciar convirtiéndonos en cómplices de insaciable apetito de cocaína, sexo y dinero, la santísima trinidad y carne de Wall Street. Scorsese se empapa de la banalidad que rodea la obra y milagros de su antihéroe, se contamina con la misma droga y alcohol que consume, se sumerge en la lascivia de la avaricia y se impregna del olor a sexo. El exceso se convierte en película y la película en exceso, nos secuestran en largas secuencias que se alejan y se aproximan a la comedia de situación y la screwball y nos atan a ese tiovivo de hedonismo en la comedia más políticamente incorrecta, por coherencia y honestidad, que se ha engendrado en el Siglo XXI.


No todo es un caudal y recital de impudicia porque, al igual que sucedía en la ficción (“Glengarry Glen Ross”, “Wall Street”, “Margin Call”) o la realidad (“Enron, los tipos que estafaron a América”, “Inside Job), habita un discurso crítico sobre esos tiburones sin escrúpulos que marcaron y gangrenaron el sistema. El sueño americano está al alcance de cualquiera (que no tenga moral) y Scorsese delimita el dinero y el compulsivo e inabarcable apetito de riqueza como una adicción mayor que la droga (y el exceso) que lo rodea. Belfort forma desde su púlpito una iglesia y legión de sectarios en ese universo de mentiras donde las acciones son polvo de hadas, un útil ‘fugazi’ con el que seducir a cualquier ser humano que desea hacerse rico. Y como en todo culto, habita el pecado. El de Belfort fue su coherencia sobre esa religión (fugazi y fraude) que él mismo predicaba y no inclinarse y redimirse a ese sistema permisivo con el engaño al precio de una millonaria comisión. Sabemos que ese depravado Robin Hood capitalista, rebelde y tremendista será domesticado y el criminal tratará de redimirse y dejar de ejercer de ese rol de villano de una de James Bond que se ha labrado. La comedia se torna en drama (que no tragedia) y el humor y la mueca se deforman lentamente. El sexo (y su carnalidad) ya no es erótico ni divertido, es incómodo y doloroso. Sabemos que el chiste no tendrá gracia, que el director de “Toro salvaje” soltará una terrible bofetada en su arrogante protagonista y sobre la propia audiencia, dando fin a una farsa que, en realidad, fue tan real como excesiva y espeluznante. 


Al final la transparencia se impone en el discurso, como si el propio protagonista nos hubiera vendido su historia engendrada desde la codicia, una brutal y amoral simetría y una tal vez invisible redención. Una historia y cuento reproducido desde ese bolígrafo que ahora mismo nos cede para que se lo tratemos de vender como una parte de ese insignificante mundo en el que todo está en venta y en el que somos el trabajador del McDonalds, parte del (d)olor del sufrido y recto funcionario que tendrá que volver con sus bolsas escrotales sudadas en un deprimente metro dentro de un traje re(-re-y-re-)utilizado días atrás o aquellos seres cuya vida es una simple y anodina cerveza sin alcohol. Queramos o no, somos parte del público… Únete a la manada o espera ser devorado por los lobos, pues.

Versión redux de la reseña publicada en Cinema ad Hoc

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