“Asesinato en el Orient Express”
Título original: “Murder on the Orient Express”
Director: Kenneth Branagh
EEUU
2017
Sinopsis (Página Oficial):
Lo que comienza como un espléndido viaje en tren a través de Europa, rápidamente se transforma en uno de los misterios con más estilo, suspense y emoción jamás relatados. Basada en la novela de la popularísima autora Agatha Christie, “Asesinato en el Orient Express” cuenta la historia de trece extraños aislados en un tren, en la que todos son sospechosos. Un hombre debe emprender una carrera contrarreloj para resolver el rompecabezas antes de que el asesino ataque de nuevo. Kenneth Branagh dirige y encabeza un reparto estelar.
¿Qué es el bien y el mal para Hércules Poirot? Su definición de esos conceptos se percibe en la perfeccionista visión de la vida del detective ficticio belga creado por Agatha Christie. Todo ha de ser equilibrado, como dos huevos para el desayuno o el vestuario de sus interlocutores. Es obvio que el asesinato en el Orient Express está condenado a cambiar esa perspectiva y añadir el desequilibrio a la ecuación que anteriormente gobernaba su vida: ¿cómo se puede juzgar a unas personas que no son asesinos y han hallado en el crimen capital su catarsis para alcanzar la paz interior? ¿Qué sentido tiene la justicia si tras un abominable acto un grupo de personas ya son libres de vivir su existencia y dejar atrás su martirio? Poirot está condenado a lidiar tanto con su ego como con su inteligencia, a rendir cuentas al capricho del destino que le va situando en distintos escenarios y misterios. Y da lo mismo que se halle ante el Muro de las Lamentaciones o un escarpado y helado acantilado, la verdad siempre saldrá a flote pero, en esta ocasión, la realidad es tan afilada y letal como el arma del crimen. Por encima de su discurso, creo que interesa más entender el filme de Kenneth Branagh como la vía pata integrar historias clásicas en los mecanismos del actual mainstream. ¿Puede interesarle a una audiencia juvenil conocer la identidad del asesino en tiempos en los que su psique ha sido el motor de producciones como “Dexter”, “Hannibal” o “Mindhunter”? ¿El efectismo del procedimental televisivo actual puede causar la impaciencia de los espectadores a acostumbrados a misterios de 50 minutos resueltos con dos golpes de efecto argumentales en los últimos doscientos segundos? Sea como fuere, la red de mentiras de los sospechosos del caso de Poirot nos lleva a ir cocinando una revelación final que interesa por su concepto moral en la mente del infatigable detective. ¿Qué es el bien y el mal más allá de una representativa balanza? Y, por extensión, ¿es buena o mala esta nueva adaptación de “Asesinato en el Orient Express”?
La cuestión es que en el filme de Kenneth Branagh no hay lugar para la verdad cinematográfica, como si la red de mentiras de los sospechosos fueran el caldo de cultivo fílmico del autor. El director de “En lo más crudo del crudo invierno” utiliza la era digital para imaginar Estambul y un viaje en tren a través de quiméricos paisajes. Se trata de un concepto netamente atmosférico pero, por el contrario, no se amolda a una puesta en escena amparada en la simbiosis del exhibicionismo del héroe y el cineasta: planos secuencias con los que abarcar los decorados, travellings gratuitos, paneos a discreción o planos desde grúas para ascender y descender sin que sepamos una clara intencionalidad estilística. ¿Desean vender un inexistente 3D? ¿O se trata de un contrapunto y vía realista en plena era digital? Ni siquiera una utilización del blanco y negro para establecer la comunión de los asesinos —entre el motivo y la representación del crimen— es consecuente. ¿No era más coherente la plasmación del oscuro clímax en los márgenes de un filme mudo? El único consuelo que nos queda, es una lectura caprichosa acerca de una de las estrellas de la cinta y el cuerpo del delito. Pensemos en otra clase de ajusticiamiento para Johnny Depp ante su impopularidad manifiesta. En plena caza de depravados en Hollywood sorprende el recurrente juego de espejos —y fragmentación de imágenes a través de cristales de Branagh— para representarlo como la calidoscópica perversión de una estrella envuelta en sus alcohólicas adicciones y su pasado criminal. El espectador aquí pudiera sentirse como Poirot y esa pronunciación de su nombre similar a «culo» con acento belga. Quizás debamos buscar las respuestas a otros misterios de la cinta en las que nada tiene sentido. ¿O dónde fueron todos esos conductores, cocineros y camareros que servían a los asesinos y nos regalaban fogonazos? ¿Por qué nunca fueron los sospechosos del crimen? ¿Se bajaron en la última parada antes de la avalancha? ¿De verdad que desaparecieron por arte de magia argumental? ¿Y qué paso con Bouc? ¿Cómo podían asegurarse de que no se fuera de la lengua en el futuro? ¿Lo sobornaron con prostitutas el resto de su vida? Pero, para colmo, surge otra teoría que destruye las intenciones de nuestros asesinos. Si todos eran asesinos (menos Bouc), ¿cuál era su estrategia frente a la policía yugoslava? ¿De verdad que se hubieran creído que un asesino disfrazado de conductor abordó el tren y asesinó a Ratchett antes de huir con tantas evidencias y testimonios que indicaban lo contrario? ¿No hubiera pensado las racistas autoridades que el asesino era el afroamericano o el hispano? ¿No dependía esa versión de los asesinos de la propia y fortuita presencia de Poirot? La verdad, en resumen, siempre está sujetada por hilos y el punto de vista que la define en una obra literaria. Lamentablemente, esta nueva adaptación cinematográfica se encuentra amarrada a esas grúas que tanto usa su director para revelar una endeble puesta en escena acrecentada por esas caricaturas que se hacen llamar personajes. ¿El veredicto? El verdadero asesino del material literario de Christie tiene nombre propio: Hercule Branagh.
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