“Whiplash”
Director: Damien Chazelle
EEUU
2014
Sinopsis (Página Oficial):
Andrew Neiman (Miles Teller) es un joven y ambicioso baterista de jazz, absolutamente enfocado en alcanzar la cima dentro del elitista conservatorio de música de la Costa Este en el que recibe su formación. Marcado por el fracaso de la carrera literaria de su padre, Andrew alberga sueños de grandeza, ansía convertirse en uno de los grandes. Terence Fletcher (J.K. Simmons), un instructor bien conocido tanto por su talento como por sus aterradores métodos de enseñanza, dirige el mejor conjunto de jazz del conservatorio. Fletcher descubre a Andrew y el baterista aspirante es seleccionado para formar parte del conjunto musical que dirige, cambiando para siempre la vida del joven. La pasión de Andrew por alcanzar la perfección rápidamente se convierte en obsesión, al tiempo que su despiadado profesor continúa empujándolo hasta el umbral de sus habilidades… y de su salud mental.
El gran y oculto villano de “El protegido” causó cientos de desgracias, accidentes y muertes justificadas por un simple e incontestable hecho estadístico y, al parecer, única vía para hallar a esa destacada e imperceptible probabilidad de revelar un héroe. La esencia de “Whiplash” queda compendiada en una anécdota que, según sus personajes, rodea al crecimiento y punto de inflexión hacia la genialidad de Charlie Parker. ¿Hubiera surgido la leyenda si Jo Jones no hubiera lanzando un platillo a la cabeza de ‘Bird’ por perder el ritmo? ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar el artista para superarse a sí mismo y elevar su genio a una inquebrantable perfección? Damien Chazelle utiliza los anteriores elementos para articular una catarsis a través de una creciente evolución de violencia física y psicológica, aprovechada para retratar a ese oculto y gran villano llamado Fletcher (J.K. Simmons). Se trata de un egocéntrico coach con técnicas y pose de ‘bully’ de pasillo de instituto, que justificará cualquier brutal método —inclusive desgracias, accidentes y muertos— para encontrar esa minúscula e inapreciable posibilidad. Desea hallar a su Charlie Parker, a su David Dunn. Y no importa el precio sino el fin.
Andrew (Miles Teller) desea convertirse en uno de los mejores baterías a la altura de Buddy Rich y su ambición se convierte en ese material perfecto para moldear los sueños, aunque conlleve acercarse a las más escalofriantes pesadillas. Fletcher encuentra no a una persona sino a un objeto para manipular a su antojo. Andrew —confiando en sus fantasías— no está dispuesto a rendirse, entregando sus quimeras a aquel que no dudará en aplastarlas y destruirlas como la más espinosa e inhumana prueba. La obsesión de ambos, por lo tanto, se torna en un recital de elementos que bien pudieran estar extraídos de una cinta de terror psicológico. La presión por superarse y quebrar el límite nos lleva a la práctica como penitencia, a la memoria como decálogo y al progreso artístico forzado por unos niveles enfermizos de ansiedad y depresión; de exclusión a cualquier posibilidad vital que impida la elevación hacia lo sublime. Todas esas piezas son notas de un pentagrama y pieza musical por descubrir, un simple pretexto para articular un camino que condena y ata a esos dos personajes a la oscura obsesión que comparten. El gran mérito de “Whiplash” se encuentra precisamente en que esos componentes alejan a la cinta tanto del biopic musical como de la ‘show movie’, aunque afine sus instrumentos con secuencias de montaje próximas a sus márgenes y con dosis de drama familiar y superación personal como moldes de ese prototipo de film. Son líneas y notas análogas, las exactas e idénticas partituras de una misma forma que se adentra en otro tipo de fondo. Nos encontramos ante la misma batería pero se manifiesta el precio que paga un artista por conceder su propia alma al más sibilino, cínico, manipulador, perverso y maquiavélico ser. Chazelle ata su propia película a ese énfasis y enfermiza vinculación por tratar de gestar un mito sin importa el sacrificio previo. Y ahí no existe ni víctima ni verdugo, ni héroe ni villano.
La cuestión es la propia concepción de fabricar un mecanismo épico que nos lleve a la crónica que forje una leyenda, que nos arroje a ese mismo escenario que origina un clímax que define y aúna la brutalidad física y psicológica ofrecida; que evoca un sentimiento musical más allá de lo que éste puede propiciar en la banda sonora. No obstante, las imágenes de Chazelle se apartan de ese concepto, deseando encumbrar a la propia belleza por encima de ese coste vital que conlleva la autosatisfacción y complacencia. La leyenda, por lo tanto, se convierte en una crónica escabrosa de la revelación artística final y ahí aparece ‘Caravan’ de Duke Ellington para que el pasado simplemente sea una piedra con la que tropezar antes de culminar un durísimo viaje. Solamente importan ellos dos, el héroe y el villano; la aprobación y su conexión para forjar el mito dentro de ese impuesto y voluntario juego de roles. Y no importa el sudor ni la sangre, el pasado y el terrible y tortuoso camino recorrido. Simplemente merece la pena ese instante y vínculo, ese oscuro cortejo en el que ya nada atañe salvo el propio arte y futuro, en el que las notas sobre un pentagrama desaparecen, en el que el artista se confunde con el instrumento y brota la música que argumente cualquier contexto. Y nada más interesa porque, en ese mismo momento, el espectador se da cuenta de la otra conexión que surge entre el film y su propia alma. Y nada más importa ni debe importar salvo ese imperecedero segundo antes de un corte a negro. Ya no hay banda, no hay orquesta ni dolor ni sangre… simplemente cine, muy buen cine.
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