Escuché sus tacones el sábado por la mañana en un Cercanías. Su voz, entre lo estridente y lo armonioso, resonaba y ocupaba los vacíos de todo el tren… comunicados entre sí por vagones continuos gracias a la mecánica y la tecnología.
Ella era una vieja conocida que recitaba su discurso sin salirse ni un mínimo del guión. Palabra por palabra, tacón por tacón. Me lo sabía, pero nunca consigo acordarme del todo, y agradezco que cada cierto tiempo ella aparezca en mi vida para volver a poner esas frases a los vacíos de mi memoria. Es como un soniquete melodioso que me recuerda que el mundo sigue allí, andando con sus tacones lejanos.
Ella pide dinero y practica la mendicidad pero nos recuerda, mientras anda con sus tacones, que tiene un pasado y que estuvo como nosotros sentada, mirando a aquel que rogaba por una limosna, sin saber si lo que le contaba era realidad o ficción. Ella es sugerente y ágil con su discurso y cuenta en apenas diez frases como pasó de ser una profesora de un colegio de Móstoles a engrosar la cola del paro, de cómo tuvo que vivir en un hostal de mala muerte y salir a la calle a pasear sus tacones, de vagón a vagón, para ganarse con la caridad el pago que tiene a que hacer a su vida a diario.
Lo cuenta con una voz profunda y aguda, entonada y proyectada a los espacios del vagón. Los oídos de sus espectadores trasladan el mensaje a su conciencia y sacan sus carteras y monederos al son de esos tacones, de esos pasos sensibles que cabalgan por los Cercanías en busca de una honra perdida.
Nunca había visto tanto éxito desde un señor jubilado con una carpeta azul donde mostraba a los incrédulos benefactores todos los papeles que demostraban su trágica verdad y difícil situación. Seguramente fuera así porque no volvió a aparecer en mi vida… pero esos sinuosos tacones, a veces no tan lejanos, sí.
Con lo que recauda esa ex-profesora, bien parecida y con tacones picudos, más que pagar un Hostal parece que lo que quiere pagar es una habitación del Palace o Ritz. ¿Realidad o ficción?
He conocido a indigentes y sus leyendas urbanas órbita-estacionarias muchas veces reales. Existen personas, de las que tengo constancia corpórea, que dejaron de dar al ‘necesitado’ cuando observaban como paralíticas cogían su cartón y echaban a correr si se ponía a llover, cuando presenciaron impertérritos como la desvalida se quitaba su burka y su encorvadura desparecía para irse a coger un taxi, en el momento en que un Mercedes dejaba a la desvalida en la puerta de un Día y la recogía una vez finalizaba el turno.
Algunos se lo curran, como la vendedora de La Farola del Opencor de mi antiguo trabajo, que cantaba y hasta personalizaba su peculiar rapeo dependiendo del objetivo o cliente que fuera a entrar a la tienda. Muchas personas dejaron de comprar allí por culpa de esa señora y sus monstruosos lamentos chispeantes con rima. Un señor viejo y decrépito, que se escondía en el portal del Opencor y te atacaba con un vaso de plástico que podría sacarte un ojo o matarte de un susto similar al de un zombi emergiendo en la saga de videojuegos de “Resident Evil”, se convirtió en su rival… pero eso es otra historia. Como las miles que se podrían contar sobre la mendicidad y es que hay aparecen varios factores:
- Uno es el atracador amable que solía buscar a niños con la paga recién sacada del horno y que todo lo pedía amablemente antes de sacar su navaja para rebanarte el cuello… por supuesto amablemente. No dudaba en hacerte saltar para averiguar si llevabas alguna moneda en el pantalón… que te arrebataría amablemente. Con el euro y la tarjeta de débito/crédito desaparecieron misteriosamente.
- Otro es el freak o mutilado utilizado por mafias para dar pena y causar furor en las animadas carteras y monederos. Caras quemadas, muñones al aire y mutilaciones por todo el cuerpo son sus señas de identidad. Hay un señor sin brazos que tiene más agilidad que mi madre con artrosis y tiene más picardía para saber si hay alguien de seguridad dentro del vagón que un delantero centro de nuestra selección de fútbol.
- El peor de todos es el toxicómano que se hace el gracioso o que cuenta al público todas sus enfermedades como si estuviese siendo entrevistado por Ana Rosa Quintana. El lado más amargo es encontrarte con ellos casi diariamente y ver su degradación y deterioro hasta su vacía e incluso imperceptible desaparición. Recuerdo a una toxicómana que pedía comida (sentía predilección por las manzanas), champú para lavarse el pelo e incluso dinero para comprar un sello y enviar una carta a su madre que cumplía años. Ver para creer.
- Y para terminar está la rumana cantante, la rumana con niño, la rumana sin papeles, la rumana llorona, la rumana saltarina, la rumana y su familia que te limpia el coche y no conoce la palabra NO, la rumana que te echa una maldición o la niña rumana que no te pide pero te lanza un CD para decapitarte por no dar limosna a su pueblo. Todos los seres anteriores realmente fichan y tiene un jornal que van destinados en su mayor parte a un patrón llamado mafia. No es que uno no tenga que colaborar con el desvalido o dar limosna pero al igual que esas rumanas que se hacen las mudas (dos días antes las ves pidiendo con los papeles o el muñequito), que te hacen firmar una hoja donde indicas que vas a dar un donativo en una letra pequeña, hacerlo es ser víctima de un timo.
- Luego está el músico callejero que suele ir más preparado que la orquesta del pueblo de mis padres en todos los aspectos. Músicas tradicionales, grandes clásicos y hasta hip hop. Tampoco colaboren con ellos porque la SGAE puede reclamarles un porcentaje de su donativo desinteresado.
Pero en tiempos de crisis… ¿dónde está la mendicidad creativa? ¿Darían una limosna a alguien que se lo merece por su condición o por la manera de pedirlo? Necesitado, al fin y al cabo, es. Yo, sinceramente, no colaboró con nadie porque, aunque tengan que pagar justos por pecadores y estar prohibido y ser obligación del viajero, dar limosna me parece ser cómplice de un crimen social llamado pobreza. Tirar una moneda a esas anónimas manos, aparentemente necesitadas, es engendrar y dar pie a la instauración de nuevas mafias, lisiados, toxicómanos, rumanas y tacones lejanos.
Encendí la grabadora de mi móvil pero Atocha estaba cerca y ella lo sabía. No había tiempo para un bis y se dirigió a mi puerta mientras esperaba a su nuevo destino con una sonrisa. Su bolso estaba esta vez ennegrecido y tenía un piercing cerca de la boca… pero mantenía sus tacones en todo su esplendor. Su cara podría delatar cierta amargura aunque tal vez escondiese cierta adicción.
Fueron cuatro minutos y unos escasos segundos de silencio, de vacíos ocupados por los sonidos provenientes de esos concurridos vagones, que conservo en mi móvil registrados con la esperanza de que algún día queden ocupados por ese discurso milimétrico, creíble y letal. Volviendo a sentir su aguda voz y el repique de esos tacones lejanos.
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