Páginas Bastardas

sábado, 9 de abril de 2016

Cemetery of Splendour: Love is a Song

“Cemetery of Splendour”
Título original: Rak ti Khon Kaen
Director: Apichatpong Weerasethakul
Tailandia
2015

Sinopsis (Página Oficial):

“Cemetery of Splendour”, la nueva película del tailandés Apichatpong Weerasethakul después de ganar la Palma de Oro en Cannes con Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas, es un cuento que transcurre en un pequeño hospital rural donde residen unos soldados afectados por una misteriosa enfermedad del sueño. Magia, tradición oral y espiritualidad se dan cita en una historia que entremezcla el presente y el pasado esplendoroso de una zona donde conviven vivos y muertos, médiums y princesas de otras épocas.

Crítica Bastarda:

Recurrir a aquello que «la vida es sueño» se ha quedado como un concepto demasiado imperfecto tras el testamento lynchano que conformó el díptico compuesto por “Inland Empire” y “Mulholland Drive”. “Cementery of Splendour” da la impresión de sumarse a pulir el título de la obra de Calderón de la Barca estableciendo múltiples lecturas como posibilidades, integrándose incluso como una pieza concluyente dentro de la amplia y variopinta filmografía de Apichatpong Weerasethakul. En su última obra parecen estar presentes todas sus percepciones e inquietudes fílmicas: el tono documental, los tratados sobre la realidad y ficción, la ensoñación, el misticismo bajo un manto de surrealismo e incluso el humor absurdo, la naturaleza como enigma, la combinación y mezcolanza de géneros… Dentro de ese juego de cajas chinas, donde podríamos acomodar cada una de sus películas, llega el nacimiento de un film que quizás surja como una autoconsciente recapitulación de su autor al evocar todo el fruto de su trabajo cinematográfico, como si aquello que nos fuera proyectado fuera el néctar envasado y producido por el sueño de su director tras volver a revisar en una sesión doble Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas y “Syndromes and a Century”. Su última cinta, por lo tanto, pudiera compendiarse y sintetizarse en la percepción del espectador frente a esa fantasía onírica, estableciendo tanto una terapia como una exploración de los lazos que unen la ciencia con el misticismo a través del propio ser humano que los conecta. Y en medio, evidentemente, está el propio cine y nosotros en nuestras butacas esperando alzarnos o, por el contrario, dormitar en las sombras y oscuridad.


Tal vez se pueda achacar a Weerasethakul cierta falta de sutileza para conectar los elementos de su discurso. Por ejemplo, tras una notable y original secuencia en un cine ―que no desentonaría en Holy Motors de Leos Carax― se nos ofrece un encadenado como solución formal para hallar la comunión de unas escaleras mecánicas de unos multicines y esa sombría sala donde yacen unos durmientes soldados únicamente iluminada por unas coloristas luces que acompañan a sus máquinas respiratorias. La ciencia ficción quiere establecer parte de la parcela narrativa junto a una esencia ‘conspiraparanoica’ flotando en el contexto en algunos elementos, pero el director declina de cualquier utilización de efectos visuales ya que sus narradores son sus propios personajes a todos los niveles. Jenjira, la protagonista, es nuestra guía sin que sepamos hasta qué punto pudiera ser fiable su relato, ya que desconocemos si tal y como nos indica el plano final está tratando de despertar de un sueño eterno. Puede que, por el contrario, acabara siendo víctima de la imposibilidad de diferenciar una realidad (cinematográfica) al de esos paisajes oníricos ―que acabaron atrapándola confirmando que se encuentra infectada por esa misteriosa enfermedad―. En realidad, la grandeza de “Cementery of Splendour” reside en que no podemos delimitar completamente aquello es realidad/ficción de los sueños revelados. Weerasethakul tampoco lo quiere poner fácil, utilizando siempre una resolución formal alejada de cualquier efecto digital e incluso resolviendo secuencias por recursos más cinematográficamente primitivos, eludiendo en la práctica totalidad de la cinta los movimientos de cámara. En todo ese sueño habitan instantes surreales, intensificándose en una secuencia en la que la médium es poseída por Itt y éste/a acaba sorbiendo un brebaje medicinal de la propia deformada pierna de la protagonista. Dentro también del entramado onírico aparecen ciertos conceptos sexuales e incluso freudianos (el interés por las erecciones de los somnolientos enfermos, la crema con olor a semen), que sirven para amoldarse a una historia romántica bastante inusual entre Jen y el soldado que habita actualmente aquel lugar que ella ocupaba en la clase de la escuela de su infancia. Las conexiones se mueven rápidamente como piezas de un dominó de emociones: la evocación, el pasado, la ventana, el árbol de yaca, la atracción sexual. El espectador ocupa aquí la misma parcela que algunos personajes, como si la idea de narración fuera muchas veces a través de evocación contada a modo de esa médium que ayuda a la familia de los soldados ―a través de su conexión espiritual― e incluso la perspectiva onírica del film siempre es una exploración realista. El espectador ha de ser aquel que ponga la imaginación, como si el director deseara voltear las reglas del juego que articula el cine. ¿Flota una ameba sobre el cielo o es que el agua es tan cristalina que permite un prodigioso reflejo? ¿No es acaso la imagen que mejor define la película por invitar a trasladarnos a otro tiempo de un modo un tanto desconcertante y ofrecernos una porción de alucinación? Y en esa comunión de luz y oscuridad, entre ambos lados de la pantalla, surge la posibilidad de unirse a esa inexplicable enfermedad durmiendo en la misma sala de cine, iniciando un sueño propio sobre otro ajeno proyecto delante de nuestros ojos.



Desde el comienzo de “Cemetery of Splendour” existe un concepto similar al revelado por Betty Elms/Diane Selwyn en “Mulholland Drive”, dejando la sensación de que esa oscuridad y los sonidos de una máquina ―que acaba siendo una excavadora― remarcan el concepto de un sueño que, poco a poco, nos va transportando a otros dentro de esa madriguera de conejo como si fuéramos Alicia a punto de llegar al País de las Maravillas. El film, por lo tanto, puede ser entendido como el propio viaje onírico de Jen hacia aquella que fue su escuela, ampliando el recorrido de sus preocupaciones (salud, esposo, fe) gracias a la conexión que establece con un soldado durmiente (Itt) que bien pudiera ser una vida pasada de la protagonista, el hijo que nunca llegó a tener o parte de la alegoría sociopolítica que pretende plasmar el cineasta. La exploración lleva tanto a Jen como al director a desenterrar el propio tiempo albergado en un lugar supuestamente mítico, generando una conexión que desvelan las princesas del santuario. Seguramente Weerasethakul pretenda subrayar sus ideas desde la presentación de esas excavaciones, que generarán el traslado de los enfermos debido a las obras de la empresa de cableado (o un proyecto secreto del gobierno). De nuevo, nos topamos ante la alegoría de ese paisaje en transformación que representa el espacio sobre el que se desarrolla la cinta y que pudiera hacer referencia directa a Tailandia, como si un escenario se perdiera al anterior en el tiempo: una escuela mutó a un hospital sobre los restos de aquello que fue un palacio de un reino en guerra durante miles de años. Esa esencia mística y espiritual (bajo sus pies están los cuerpos de los aldeanos y soldados) nos remite a una espiral eterna. Los soldados jamás podrán curarse de su enfermedad ya que la vieja escuela de Jen ―y ahora un improvisado hospital― se encuentra sobre un cementerio de reyes, queriendo utilizar los espíritus de esas majestades fallecidas la energía de los soldados para librar sus imperecederas batallas. El concepto de inmortalidad tras la muerte también queda sintetizado en esa estatua de un dinosaurio frente a una gran fila de niños que acceden a un edificio. Al director de Tropical Malady le interesa buscar esa conexión de elementos entre el pasado y el presente, haciendo evidente que no podemos librarnos de la historia que yace sobre esos espacios que se han transformado durante el tiempo. No obstante, considero que la lectura más satisfactoria de “Cemetery of Splendour” es la propia percepción cinematográfica del autor respecto a aquella que seguramente sea su última película en Tailandia. El director vuelve a sus raíces, como su protagonista, y el rodaje se desarrolló en su ciudad natal remarcando tanto ese adiós como una revisión de su obra y el propio tiempo alrededor del escenario. Al igual que Pedro Almodóvar hablaba de una sociedad drogada e inducida al coma mientras se debatía la crisis ‘de estado’ en Los amantes pasajeros, Weerasethakul se ciñe a una metáfora sobre un pueblo narcoléptico que trata desesperadamente de despertarse abriendo pronunciadamente sus ojos ante un país que se está poniendo cada vez más ‘intransitable’. Tal vez ese cartel que hablaba sobre el tiempo perdido se suma a una idea en el que el creciente poder militar en Tailandia representen un simbolismo que explique las intenciones del film, donde el poder inmortal ―representado en los espíritus de esos reyes muertos― sigue subyugando y arrastrando a esa vírica e ilusoria fantasía a los militares. Y todos los habitantes siguen dormidos, algunos tratan de abrir los ojos y despertar de un sueño que puede convertirse en pesadilla.




Reseña publicada originalmente en Cinema Ad Hoc.

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