Cuando se abre una puerta hacía lo desconocido o se está por primera vez en un lugar hay cierta sensación de novedad e incluso peligro. Un posible arrastre hacía un agujero negro. Toda esa desubicación hace reaccionar al cerebro y ponerse en un estado de alerta similar al de ser protagonista de tu primera macro-orgía. Posiblemente lo notemos cuando cambiamos de ruta en nuestros respectivos trabajos, hacia nuestros estudios o en el instante en el que pasamos por primera vez por una ciudad, sus calles, su transporte público, sus nuevas esquinas y rincones, sus nuevas gentes. Todo nos parecerá nuevo e inédito.
Pero cuando la lógica y el tiempo se imponen a la novedad todo es incluso previsible. El cerebro asimila lo anónimo con la común y cercano. Cada mañana pasamos por los mismos altibajos, aceras, baches. La misma piedra por la que pasamos seguramente permanezca en su mismo lugar, la pintada reinvidicativa no nos parezca tan chocante como antaño y las caras de los andenes y de los seres anónimos serán tan familiares que nos sentiremos como en ‘casa’.
Es cierto que esa desubicación se convierte en tranquilidad cuando observamos que con cierta predisposición guinonizada todos los ‘personajes’ que componen esa olvidable existencia y traspaso de tiempo diario aparezcan en el escenario. La señora mayor mal pintada que se cree una diva, los inmigrantes de diferentes etnias, el hombre trajeado con mochila, la gorrona de la puerta del tren, el ávido lector de best-sellers, el señor que corre a diario. Ese señor siempre corre. Corre y corre. A la salida de la Línea 6 en Avenida América se posiciona y empieza a correr. Como si se tratase de un homenaje friqui a la figura de Forrest Gump ese señor corre, corre y corre.
Esquivando a otras personas, subiendo las escaleras mecánicas y después de esperado y diario adiós hasta el nuevo día. En “Alicia en el país de las maravillas” Lewis Carroll representaba a la sociedad de la época y sus vicios a través de ese conejo blanco víctima del tiempo. El estrés y la atadura al reloj, al tiempo, venía representada con un «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!»
No sé si ese señor, el que corre diariamente, tiene una cita diaria con Pilar Rubio o se le aplica un sustancial plus de puntualidad pero mi eterna duda era «¿por qué no llega antes para no correr?» Un día por casualidades azarosas del destino del transporte público llegué antes y me alegré al ver al señor corredor en el mismo vagón. Pensé que ese día no correría ya que había un margen de diez minutos… pero su rutina fue exactamente y milimétricamente la misma.
Después de ese día yo decidí correr junto a él, para respaldarle en su batalla frente al tiempo o lo mismo conocía a la Rubio, pero al encontrarme nuevamente con el eterno corredor le noté cansado. Pensé: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Va a llegar tarde!» Posiblemente perdiese su batalla personal contra el tiempo o el conductor de su autobús. Tal vez Pilar Rubio le dejó por otro. Su ritmo lento y cansado hizo que le adelantase en la primera esquina y sin tan siquiera despeinarme. Esta vez era yo el que le decía adiós como si toda esta artimaña del destino fuese una herencia o maldición. Tal vez, con el estreno del nuevo filme de Tim Burton, sea una estratagema de publicidad viral y ‘directa’ y le vea en breve disfrazado de conejo blanco con un reloj de tamaño familiar y diciendo a la humanidad que el fin justifica los medios. Entrenamiento previo o no les seguiremos informando aunque viendo la hora de mi ordenador en este momento empiezo a pensar: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!»
Pero cuando la lógica y el tiempo se imponen a la novedad todo es incluso previsible. El cerebro asimila lo anónimo con la común y cercano. Cada mañana pasamos por los mismos altibajos, aceras, baches. La misma piedra por la que pasamos seguramente permanezca en su mismo lugar, la pintada reinvidicativa no nos parezca tan chocante como antaño y las caras de los andenes y de los seres anónimos serán tan familiares que nos sentiremos como en ‘casa’.
Es cierto que esa desubicación se convierte en tranquilidad cuando observamos que con cierta predisposición guinonizada todos los ‘personajes’ que componen esa olvidable existencia y traspaso de tiempo diario aparezcan en el escenario. La señora mayor mal pintada que se cree una diva, los inmigrantes de diferentes etnias, el hombre trajeado con mochila, la gorrona de la puerta del tren, el ávido lector de best-sellers, el señor que corre a diario. Ese señor siempre corre. Corre y corre. A la salida de la Línea 6 en Avenida América se posiciona y empieza a correr. Como si se tratase de un homenaje friqui a la figura de Forrest Gump ese señor corre, corre y corre.
Esquivando a otras personas, subiendo las escaleras mecánicas y después de esperado y diario adiós hasta el nuevo día. En “Alicia en el país de las maravillas” Lewis Carroll representaba a la sociedad de la época y sus vicios a través de ese conejo blanco víctima del tiempo. El estrés y la atadura al reloj, al tiempo, venía representada con un «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!»
No sé si ese señor, el que corre diariamente, tiene una cita diaria con Pilar Rubio o se le aplica un sustancial plus de puntualidad pero mi eterna duda era «¿por qué no llega antes para no correr?» Un día por casualidades azarosas del destino del transporte público llegué antes y me alegré al ver al señor corredor en el mismo vagón. Pensé que ese día no correría ya que había un margen de diez minutos… pero su rutina fue exactamente y milimétricamente la misma.
Después de ese día yo decidí correr junto a él, para respaldarle en su batalla frente al tiempo o lo mismo conocía a la Rubio, pero al encontrarme nuevamente con el eterno corredor le noté cansado. Pensé: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Va a llegar tarde!» Posiblemente perdiese su batalla personal contra el tiempo o el conductor de su autobús. Tal vez Pilar Rubio
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